Dos cacos de la estirpe del buen ladrón San Dimas acaban de devolver un cuadro de René Magritte que habían robado a punta de pistola hace un par de años en la casa-museo del artista. No se trata de que se hayan arrepentido de su fechoría, sino más bien de un problema de oferta y demanda. Simplemente, los ladrones no encontraron comprador en el mercado negro y, ante la imposibilidad de blanquear su botín, han optado por devolverlo para evitar su deterioro. Incluso en el mundo del hampa existe la sensibilidad artística.

La peripecia de L´Olympia, un lienzo para el que Magritte usó como modelo a una señora de compactas carnes, encaja a la perfección dentro del surrealismo mágico que caracterizaba el estilo del pintor. El cuadro es un homenaje a Manet, que a su vez se inspiró en una Venus de Tiziano; pero ese juego de inspiraciones superpuestas no es lo más relevante del asunto. Sorprende mayormente la circunstancia de que el mercado del arte —aunque sea en su versión clandestina— no haya podido absorber la oferta de una pieza valorada en casi cuatro millones de euros. Será que también la crisis ha llegado al otrora elegante mundo de la delincuencia vinculada al arte.

Si Thomas De Quincey ironizó sobre las virtudes del asesinato entendido como una de las Bellas Artes, también los ladrones de cuadros y esculturas pretenden hacer del suyo un oficio artístico. No parece que sea el caso de los cacos de Magritte.

Más bien habría que reputar de aficionados y hasta de intrusos a los dos miembros de la pareja que robó L´Olympia bajo el convincente argumento de una pistola, para luego tener que devolver el cuadro por falta de comprador. Estas cosas no suelen ocurrir en un gremio tan profesionalizado como el de los ladrones de arte, que en general operan bajo contrato de las mafias y raramente actúan sin disponer de un cliente para su mercancía. Tal es, al menos, la hipótesis que sostiene Noah Charney, exitoso novelista del tema y fundador de una asociación dedicada a prevenir e investigar los delitos, por así decirlo, artísticos. Afirma el experto Charney que la mayoría de estos robos forman parte de las rutinas del crimen organizado, que utilizaría las piezas sustraídas como moneda de cambio en sus tratos al margen de la ley.

El mito del ladrón refinado que acude a estos singulares métodos para enriquecer su colección particular parece ser eso: una leyenda o, a lo sumo una rareza excepcional. Ejemplo reciente de esa excepción es el francés Stephane Breitweiser, un camarero que admitió haber robado 239 cuadros y otras piezas valoradas en cientos de millones de euros por puro amor al arte. Mediante este procedimiento low-cost, Breitweiser se hizo con una espléndida colección centrada en los maestros del siglo XVI y XVII, pero no sacó provecho monetario alguno de su arte para saquear museos. Era un ladrón sin ánimo de lucro que se movía por principios de orden estrictamente estético.

Mucho menos artístico que este fue, sin duda, el robo de La Gioconda que un antiguo empleado del Louvre sustrajo a principios del pasado siglo con la extravagante intención de vendérselo a la Galería degli Ufizzi de Florencia. Probablemente el caco, que era italiano, quisiera hacer patria además de dinero; pero ni siquiera ese elogiable propósito lo salvó de ser detenido cuando pretendía colocar la Mona Lisa a precio de oferta. Al igual que La Gioconda, otros cuadros famosos fueron recuperados con el paso del tiempo. Resulta algo más rara, si acaso, la devolución de una obra robada por falta de comprador como L´Olympia de Magritte en Bélgica. No deja de ser una esperanzadora noticia. Si es cierto que la crisis afecta incluso al arte (de robar), aún queda la posibilidad de que los ladrones del Códice Calixtino se animen a restituirlo a la catedral de Santiago. Algo bueno habríamos de sacar de la recesión que tanto nos aflige.

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