La pregunta que uno puede hacerse antes de leer la correspondencia de un escritor, sobre todo si se trata de un escritor como Hunter S. Thompson, que dejó de serlo para criar malvas, es de qué agujero ha sido rescatada, si tiene interés o se trata de un mero pasatiempo a mayor gloria de los editores. Pero, ¡qué demonios!, una vez despejadas las dudas y dado que las cartas de aprendizaje y madurez del «rey gonzo» son consideradas de interés por los estudiosos del Einsenhower Center for American Studies a fin de entender aspectos de la vida estadounidense y de la reciente historia del periodismo, no hay más remedio que hincarles el diente. El resultado de la lectura, más allá del interés que puedan despertar las cartas en los investigadores, se traduce en horas de placer electrizante, desternillante en ocasiones, y la sensación de que la antología epistolar, unas 250 cartas recogidas inicialmente en dos volúmenes y escritas entre 1955 y 1967, y 1968 a 1976, va a convertirse durante un tiempo en un libro de compañía.

Durante el primer periodo abarcado por la colección, Thompson era un sujeto descarado e insolente que aprovechaba las oportunidades que le brindaban el National Observer, un jovencísimo semanario que sabía ver dónde estaba el talento, The Reporter o The Nation. En la segunda etapa, una fuerza desatada de la naturaleza, el delirio errático del periodismo, otras veces un moralista público, cubriendo la turbulenta Convención Nacional Demócrata de Chicago, en 1968, las elecciones de ese mismo año sin perder de vista a Richard M. Nixon; la campaña de 1972, el Watergate, y la caída de Saigón.

El carteo entre Thompson y William J. Kennedy, autor de Tallo de Hierro, y Premio Pulitzer, por el que el primero pide trabajo al segundo en el San Juan Star de Puerto Rico será el inicio de una larga amistad guiada precisamente por el intercambio epistolar. Y una ocasión para zambullirse en algunas de las páginas más hilarantes de la colección. Lo mismo ocurre con las cartas que se cruzan el periodista y Philip L. Graham, el presidente de The Washington Post Company, poco antes, además, de que este último decidiese quitarse del medio. Pero no todo en la extraordinaria correspondencia de Thompson son amenazas a los directores de periódico o editores que cometen el error de no contratarle, ni a agentes literarios ocupados en chuparle la sangre, hay también cartas inteligentes y amables. Otras, decididamente humorísticas. Y todas son ingeniosas como lo era el llamado inventor del periodismo gonzo.

Algunas por increíbles resultan descacharrantes como cuando se dirige al presidente Lyndon B. Johnson para pedirle un empleo como gobernador de Samoa Oriental y después de una respuesta tan formal como escueta, insiste para advertirle de que ya se ha comprado varios trajes blancos de lino y otros accesorios acordes con el cargo.

Uno de los asiduos en el intercambio epistolar es Tom Wolfe, al que no conoce personalmente pero admira por sus reportajes: Thompson, a pesar de tener un pie en la prensa mayoritaria al servicio del Dow Jones y los Rotarios y otro en las publicaciones psicodélicas, estaba convencido de que el periodismo tradicional no era el adecuado para cubrir los acontecimientos capitales de la historia y de la política. Cruza correspondencia con el senador Eugene McCarthy; el abogado chicano Oscar Acosta; el editor Jim Silberman; el editor de Rolling Stone, Jann Wenner; el ilustrador Ralph Steadman; Joe Eszterhas (entonces reportero de The Cleveland Plain Dealer); el senador George McGovern; William Styron; Anthony Burgess; Nelson Algren, al que acabará mandando a freír espárragos; Patrick J. Buchanan (redactor de los discursos de Nixon); Jimmy Carter; el director de cine Bob Rafelson y Ken Kesey. Una thompsoniana a la que se suman artículos de sus cajones y esbozos sobre otras historias.

Anagrama ha publicado también la traducción de The Letters. Las 188 cartas entre Jack Kerouac y Allen Ginsberg, desde 1944 hasta 1963, reconstruyen no sólo los avatares de la generación beat, sino la historia de una amistad. Bill Morgan y David Stanford, los editores de la obra, le dan la vuelta a la conocida frase de Lord Byron de que la amistad es amor sin alas, para demostrar con esta correspondencia precisamente todo lo contrario. Ginsberg y Kerouac se conocieron en 1944, en un apartamento próximo a la Universidad de Columbia. Ginsberg, con 17 años, era un poeta homosexual, inseguro y tímido, en brazos de su mentor, Lionel Trilling. Kerouac, 21, procedía de una familia francocanadiense, era jugador de rugby y había llegado a la conclusión de que no ya quería escribir como Conrad Aiken, un autor que persiguió su gran sueño literario influido por el psicoanálisis y notablemente afectado desde que era niño por el asesinato de su madre a manos de su padre, que posteriormente acabaría suicidándose. Ambos, Kerouac y Ginsberg, participaban entusiásticamente de la vida agitada de los hipsters de Nueva York y compartían devoción por el be-bop.

Al contrario de lo que me ocurre con Thompson, no tengo un especial interés literario por Kerouac y aún menos por Ginsberg, que siempre me han parecido dos pelmazos. Pero sus cartas con alas ofrecen la posibilidad del bucear en el cotilleo beat.