Hay personajes que se meten en nuestras vidas y permanecen en ellas sin saber exactamente qué artilugios utilizan para hacerlo. Son esos que componen la banda sonora, y visual, y espacial, y perceptiva de nuestra hoja de ruta, como le llaman ahora, ilustrando las casillas del recorrido así, una tras otra. Para muchos de nosotros, Andreu Alfaro ha sido uno de estos personajes. Desde los tiempos de Publipres ha jalonado nuestros escenarios con dibujos, ilustraciones, logotipos, esculturas, con palabras, amistad y compromisos, que sentíamos próximos, y que formaban ese paisaje que permanece en la ventanilla del vagón mientras viajamos.

Andreu era especial y espacial, un acompañante en el espacio público. Él no ha tenido bastante con ofrecernos todo su valor artístico, además ha enriquecido lo público, lo ha reinventado, lo cual es noticia ahora que prima lo privado a ultranza. Cuando se insiste en cuestionar lo colectivo como poco rentable, Andreu demuestra con su obra precisamente lo contrario, que lo público es el eje vertebrador de la vida, y el arte, su arte, una pieza imprescindible para esa vida colectiva. No todo se puede privatizar, no todo se puede convertir en mercado y competitividad, aunque se empeñen en ello. Su extenso trabajo es eso, un canto a lo público y una disección del espacio hasta hacerlo comprensible, dimensionarlo y convertirlo en sentimiento; los arquitectos, si abrimos los ojos, tenemos mucho que aprender en esa asignatura complicada y de la que él era maestro. Nos queda el convencimiento de saber que hay cosas que se quedan y que, esté donde esté, Andreu Alfaro seguirá dándonos clases magistrales sobre el espacio público, como siempre ha hecho. Brindo por ello.