No sé con qué recuerdo se habrá ido Seamus Heaney de este mundo, pero espero sinceramente que no haya sido con el de aquel descenso «hacia el ardiente valle de Gijón» que describe en su poema Cantares de Asturias. El poeta irlandés quiso ver en ese descenso „perdido él y su familia, densa la medianoche„ un trasunto del infierno. Todos los grandes poetas tienen en algún momento una visión del infierno; todos, alguna vez, dejan constancia de cómo se lo imaginan. Pero Heaney tuvo la gentileza de insertar su visión en el relato de un sencillo viaje turístico, y de dejárnosla caer con la misma sencillez con que definió casi todas las cosas en su poesía. Y no sólo en su poesía, en sus poemas, sino en todo lo tocante al propio oficio, que concibió como una prospección en la tierra y el recuerdo en la que el poeta no debe elevarse nunca por encima de quienes no lo son.

Quizá sea esa negativa suya a darse aires la que explique que su escritura se dirija más hacia el centro de la tierra que hacia el centro de los cielos. El Nobel de 1995 nunca olvidó la pala que su padre, campesino irlandés, usaba para sacar las patatas de la tierra. Y con la pluma, en vez de con la pala, excavó él en la historia, reciente y pasada, de su país, sin dejar de ser nunca un poeta de raíz lírica. El resultado es la obra del mejor poeta irlandés desde Yeats, pero eso, con ser mucho, no es todo; más justo sería decir que es uno de los grandes de la poesía en lengua inglesa del último medio siglo, incluyendo no ya a los británicos y los irlandeses, sino también a los norteamericanos, los antillanos, los canadienses, los australianos... Y es que pocos, muy pocos, han logrado lo que consiguió el poeta de Derry: partir de lo propio y más táctil para abrazar lo universal e incorpóreo; ser leído por muchos sin ceder a reclamos, y ganarse el respeto del mundo de las letras sin perder, en ningún momento, los modos de una persona alérgica a las capillas literarias.

Heaney nos deja a los 74 años en plena actividad creadora: sus tres últimos libros demuestran que su poesía tenía aún potencia y latencia, y que si bien ya no estaba en condiciones de repetir los hallazgos de Norte o The Haw Lantern, podía seguir escribiendo y publicando sin temor a sobrevivir a base de lisonjas. Una lástima, porque en el mundo que se avecina será preciso contar con hombres y mujeres, poetas o no, que sepan que sacar una patata de la tierra es tan importante como escribir un buen verso. O más. Quién sabe.