El verano de 1947 fue escenario de un insólito y poco conocido "duelo" entre dos damas de alta cama: Evita Perón, esposa del presidente argentino Juan Péron, y la asturiana Carmen Polo, devota mujer del dictador Francisco Franco. Las imágenes en crudo blanco y negro de aquellos días muestran a dos mujeres que, en apariencia, habían congeniado. La realidad, como deja bien claro la biografía Evita, realidad y mito, de Felipe Pigna, fue muy distinta.

El régimen franquista se había tomado muchas molestias para que la visita maratoniana de Evita fuera un éxito rotundo y permitiera un lavado de imagen de cara al exterior: "Unas 300.000 personas se habían reunido aquella tarde del 8 de junio en el aeropuerto de Barajas para esperar a Evita, la Dama de la Esperanza. Recibió la bienvenida de la propia persona del dictador y su esposa, Carmen Polo de Franco, con una música de fondo que el triunfador de la sangrienta Guerra Civil no sabía si era o no maravillosa: una melodía que decía "Franco y Perón, un solo corazón".

La acompañante más cercana de Evita, Lilian Lagomarsino de Guardo, habla de un recibimiento "¡apoteósico! Algo muy difícil de describir. Todo el aeropuerto engalanado, lleno de flores y de banderas argentinas y españolas. No menos de cuatro horas fueron necesarias para atravesar Madrid y alcanzar la carretera de El Pardo".

Lagomarsino relata una primera noche inquietante: "Cuando nosotras llegamos a España nos hospedaron en el palacio de El Pardo. A Evita le dieron un dormitorio muy grande que daba a los jardines; era una belleza. Entonces la primera noche que llegamos le dieron a ella su habitación y después había una habitación de roperos para poner la ropa de ella y después mi cuarto, que era estilo Imperio. Entonces me arreglé, me acosté y empecé a hacer un resumen de lo que habíamos visto ese día. Cuando estaba intentando escribir suena el teléfono en mi mesita de noche: "Lilliancita..." -cuando Evita me decía "Lilliancita" es que me iba a pedir algo muy gordo-. "Sí, señora, estoy acá escribiendo lo que vimos hoy". "Venga acá así intercambiamos ideas y me entero de lo que está poniendo", me dijo. Y me fui para allá. A ella le había llamado mucho la atención ese día la visita a la tumba de los Reyes Católicos. Entonces me preguntó si no había puesto lo de la almohada. Yo ni me acordaba de la almohada, que era que la almohada de Fernando estaba más recta, con poco movimiento, en cambio la de Isabel estaba bien hundida. A Evita le había llamado la atención. "Dicen que el cerebro de Isabel era más pesado que el de Fernando", me dijo. Entonces lo puse. Cuando un rato después ya no podía más, y veía que ella empezaba a dormirse -como hacía con mis chicos- comencé a irme despacito, despacito. Pero cuando llegué a la puerta escucho: "Lilliancita, Lilliancita". Después de tres tentativas le dije: "Mire, señora, mañana vamos a estar horribles las dos. Tenemos que descansar, que dormir. No puede ser que nos pasemos toda la noche conversando. Yo la dejo". Entonces, con una humildad que a mí me emocionó muchísimo, me dijo: "¿Sabe, Lillian? Tengo miedo". Y a mí me hizo tanto efecto esa confesión de ella. Fue tan humilde que me acomodé en el silloncito y dormí ahí. Entonces, un día salimos, adelante iban en el auto el general Franco y Evita y en el otro auto iba la señora Carmen Polo, la esposa de Franco, y yo. La señora de Franco me hacía hablar y como sabía que yo tenía unos niñitos me hablaba de ellos y ese día yo aproveché y le pedí una cosa: "Mire, nosotras estamos acostumbradas con Evita a estar conversando a la noche y yo me quedo en un silloncito. Yo le quería pedir si me podrían poner un catrecito al lado de su cama para poder descansar". "¡Ay! Cómo no me lo dijo antes!", me dijo. Era muy agradable. Cuando llegamos al palacio después de esa visita, nos vamos al dormitorio y nos encontramos con que había una tarima más grande, dos camas de palo de rosa, dos coronas y dos doseles de encaje. Entonces, Evita me preguntó qué era eso. Yo le dije: "Mire, señora, yo le dije a doña Carmen que me pusiera un catrecito, pero parece que se le fue la mano".

Al día siguiente, en la plaza de Oriente, una muchedumbre vitoreó a Evita cuando salió con Franco a los balcones. Luego llegó el "conflicto" de primeras damas. "Terminado el acto, y con un calor insoportable, Evita le pidió a Carmen Polo de Franco que la llevara a recorrer los barrios pobres de Madrid. Doña Carmen pensó que se trataba de un paseo en automóvil, pero no conocía a Evita, que no paró hasta recorrer a pie las callejuelas y entrar a decenas de casas donde se interiorizó de los problemas de sus habitantes y les dejó miles de pesetas en donaciones". La propia Evita relató así esa experiencia inusual en la España franquista: "Una vez casi nos peleamos con la mujer de Franco. No le gustaba ir a los barrios obreros, y cada vez que podía los tildaba de "rojos" porque habían participado en la Guerra Civil. Yo me aguanté un par de veces, hasta que no pude callarme más y le respondí que su marido no era un gobernante por los votos del pueblo, sino por imposición de una victoria. Le comenté cómo ganaba Perón las elecciones y cómo gobernaba, porque la mayoría del pueblo así lo había determinado. A la gorda no le gustó para nada, y yo seguí alegremente contando todo lo bueno que habíamos logrado. Por ahí quiso largarme una estocada: "Los obispos vuestros -dijo- pueden dar razón de las tropelías de los rojos...". "Señora -contesté-, cuando se fomentan guerras hay que aguantar sus resultados. El general Franco gobierna tras la guerra, y es fácil tildar de colores a sus participantes. Nuestros obispos se ocupan de cosas argentinas". Y así corté la conversación. Desde ese día cada vez que podía eludir un compromiso de acompañarme, lo hacía. Claro que yo, cada vez que pasábamos frente a un palacio, comentaba: "Qué hermoso hospital se podría hacer aquí para el pueblo", porque los hospitales eran una ruina y la pobre gente tenía que atenderse en ellos porque no tenían otra cosa".