La de Alonso Álvarez de Toledo y Merry del Val (Madrid, 1931) es la vida de un hombre con suerte ligada al Palacio de Santa Cruz, sede del Ministerio de Asuntos Exteriores. Lo relata en Notas a pie de página, el libro en el que repasa desde su época de intérprete de inglés para Franco hasta su desembarco como embajador en la República Democrática de Alemania, donde se convirtió el testigo clave hace ahora 24 años de la caída del Muro de Berlín. A lo largo de 259 páginas, Álvarez de Toledo narra las anécdota más hilarantes de un peregrinaje que comenzó en 1957 y que le hizo pasar por las misiones españolas en Nueva York, Washington, París, México, Ginebra, Düsseldorf, Berlín Oriental y Luxemburgo.

Embajador de España y marqués de Martorell, ¿cómo lleva el conflicto entre el Gobierno central y la Generalitat catalana por la reclamación soberanista que lidera Artur Mas?

Me llama la atención que los nacionalistas catalanes, que siempre han amagado con esas reivindicaciones separatistas para lograr más dinero del Estado, se pongan ahora que no hay dinero más bravos en sus demandas.

¿Qué ha fallado en este conflicto desde el punto de vista diplomático?

Si partimos de la base de que la diplomacia se sustenta en la necesidad de ganarse la confianza del otro, en este caso ha fallado esa confianza.

¿Qué consejo le daría a Rajoy para reconducir la situación?

Un diplomático nunca da consejos.

Muy diplomático por su parte.

Es que la diplomacia es saber reconducir las situaciones tirantes a través del diálogo y la confianza.

¿Cómo encaja esa confianzacon el espionaje?

El espionaje ha existido siempre. Los embajadores no dejan de tener algo de espías. De las cuatro misiones básicas que tiene un diplomático, la primera es la de obtener información.

¿Y espiar a un país amigo?

¡Eso es normal! No sé por qué nos rasgamos las vestiduras con las revelaciones de Snowden. Los países amigos quieren saber más también de sus amigos, como cuando una señora quiere saber más de su vecino.

¡Pues menuda confianza!

No es cuestión de confianza. Es solo por saber del vecino. Todos los países se espían de alguna forma y eso se ha hecho toda la vida.

¿Hizo usted esa labor de pasador de información para Franco?

¡No, no! Yo hice de intérprete de inglés para Franco. Me puse muy nervioso. Franco hablaba muy deprisa y sus interlocutores también, o al menos eso me parecía a mi porque yo sabía muy poco inglés.

¿Cómo se las arregló?

Cuando hice de intérprete entre George Brown, un dirigente laborista, y Franco me di cuenta de que dijera lo que dijera no se creían el uno al otro. Eso me dio serenidad.

Serenidad que parece que no tenía Brown, ¿es verdad que bebía mucho?

Fíjese si bebía que en un sarao oficial en Viena quiso sacar a bailar a la que él creyó que era una dama vestida con un vestido escarlata.

¿Y qué era?

El señor Brown obtuvo la siguiente respuesta: «No puedo aceptar por tres razones. La primera porque no estamos en un salón de baile, sino en el Palacio de Schönbrunn; la segunda, porque lo que suena no es un vals, sino el himno nacional austriaco, y, en tercer lugar, porque yo soy el cardenal arzobispo de Viena».

Tras la muerte de Franco, uno de los primeros saraos que usted organizó fue la comida oficial de los Reyes.

Sí, a finales de noviembre de 1975. El jefe de cocina del Ritz diseñó un menú que comenzaba con un extracto de tortuga. No era sopa, ni consomé, ni caldo, así que lo bautizamos como extracto. Minutos antes de que comenzase el almuerzo no estaban puestas las etiquetas de los comensales según su lugar protocolario.

¿Le ha jugado malas pasadas el protocolo?

Alguna, sobre todo cuando era jefe de Protocolo del Estado. Accedí a ese cargo en 1991. Los jefes de protocolo son necesarios para que cuando algo sale mal haya alguna cabeza que cortar.

¿Acata de buen grado el Rey toda esta solemnidad?

El Rey es un hombre campechano y simpático que hace que la gente se sienta bien. Lo más difícil del protocolo con el Rey es sentar a su lado al ricachón que paga las comidas cuando visita un pueblo.

¿Cree usted que el exministro de Franco, Fernando Castiella, fue el precursor de la Marca España?

Lo que sí que es cierto es que Castiella se esforzó por cambiar la mala imagen que tenía España en todo el mundo.

Y con muchos enemigos dentro del Gobierno, ¿no?

Ahí estaban sus mayores enemigos. Lo primero que hizo fue mandar como embajador de España a Washington a Antonio Garrigues, un liberal total. Posteriormente se opuso al asesinato de Julián Grimau y se volcó en el conflicto con Gibraltar.

¿Qué propuso para el Peñón?

Forzar a británicos y llanitos a negociar con España haciéndoles la vida más difícil a los gibraltareños y más cara a los británicos.

¿Qué propone usted en el conflicto actual como experto diplomático?

Plantar cara al Reino Unido y perseguir ya y con contundencia delitos relacionados con el paraíso fiscal que es el Peñón, el comercio ilegal y la fuga de capitales. El Tratado de Utrecht cedió además menos territorio al Reino Unido del que tiene ahora. España debería defender su postura sobre Gibraltar como hicieron los ingleses con las Malvinas.

Embajador, ¿cree usted que «Spain is different»?

Siempre me ha horrorizado ese slogan de Carlos Robles Piquer con el que reconocíamos que no teníamos nada de lo que queríamos tener. Como siempre creí que España tenía que superar ese different, fui uno de los principales promotores de su adhesión a la OTAN. Lo logramos y me salió caro.

¿Qué quiere decir?

Yo estaba destinado en Washington cuando se produjo la adhesión y al regresar a España, donde había ganado el PSOE, el ministro de Asuntos Exteriores era Fernando Morán, cuya postura anti-OTAN era más que conocida. Morán me mandó a la Subdirección General de Personal del ministerio. Fue una etapa que pasó sin pena ni gloria hasta que en 1985 me dieron mi primera embajada: la República Democrática de Alemania (RDA). Yo ya tenía 49 años y nunca se me hubiera pasado por la cabeza que ese iba a ser el puesto que más satisfacciones me iba a dar. Ahora se cumplen 24 años de la caída del Muro de Berlín.

Sí, el 9 de noviembre de 1989.

El Muro se abrió ese día porque tres dirigentes de la RDA actuaron de modo imprevisto.

¡No me diga!

Un alto cargo del Ministerio del Interior de la RDA introdujo de su cosecha unos párrafos clave en el borrador del texto sobre salidas por Checoslovaquia que había enviado el ministro del Interior. Luego, Schabowski, que era el portavoz del Comité Central, leyó ese documento sin prestarle mucha atención y omitió aclarar que las nuevas normas no entrarían en vigor hasta el 10 de noviembre. Y, por último, el teniente coronel Harald Jäger, al mando del checkpoint del Bornholmer Strasse, que no había recibido ninguna instrucción, dejó pasar primero a unos pocos y luego, ante la presión de muchos, ordenó levantar la barrera.

Jäger dice que abrió porque se sintió presionado por usted.

Yo estaba en ese checkpoint con un equipo de Informe Semanal de TVE y Jäger pensó que el embajador de España quería huir de la RDA. Como no encontraba a sus superiores decidió levantar la barrera. El paso de Bornholmer era el usado por la gente de la RDA que tenía los permiso en reglapara poder salir del país de forma legal.

¿Quiénes tenían permiso para salir?

Los jubilados, por supuesto. Y esto es así porque cualquier país del mundo está encantado con que sus jubilados se vayan porque se evita un gasto.

Tras esta divertida vida de peregrinaje diplomático, ¿recuerda algún capítulo no cerrado?

Sí, el incumplimiento de la palabra dada por España en 1975 a los saharauis a través de mi persona. Eso me corroe las entrañas. Le prometí a Babah Miské que no les íbamos a abandonar y mentimos. Franco no hubiera dejado nunca a los saharauis, pero a Carrero y a Arias les importaban un pepino.