Para alcanzar la fama hay un camino especialmente ridículo: pretender ser artista. Se considera a un artista como un ser superdotado que está por encima del bien y del mal, aunque normalmente sólo queda en regular. Se canta regular, se escribe regular, se toca el piano regular, y también se pinta o se esculpe regular. Sin embargo, quien ejerce cualquier actividad artística se siente tan grande como Miguel Ángel el día en que acabó la Capilla Sixtina. No obstante, la fama puede alcanzarse por medio de estas tareas mediocres. Sólo basta dar la lata y no perderse una fiesta, para lograr salir en revistas y periódicos, aunque lo más efectivo es la televisión, donde la imagen se expande igual que una bomba de napal.

Otro tema bien distinto, que suele confundirse con la fama, es la gloria. Para conseguirla no es suficiente moverse en los círculos adecuados, ni tener amigos influyentes, ni siquiera llevar el cheque firmado con la cantidad en blanco. La gloria sólo está al alcance de los predestinados, y muchos de ellos no llegan a ser famosos en vida. El que alcanza la gloria es porque la llevaba dentro el día de su nacimiento: una sensibilidad especial, una gran capacidad analítica, un cuerpo de velocidad inaudita, o cualquier característica noble y extremadamente acusada, que se ejerce además con suma facilidad.

El escultor Miquel Navarro ha logrado ser famoso y glorioso a la vez. Su recreación de la realidad es tan particular, que no haría falta ni que firmara sus obras. Cualquiera que las haya visto las reconocerá al instante como si fueran seres vivos. Su gloria consiste en seguirse a sí mismo, no a los demás; a trasladar hasta esos objetos lo que él tiene latente. Esta peculiaridad le ha procurado una fama que, desde mi punto de vista, no le sirve para nada. O tal vez sí: para procurarle disgustos nada beneficiosos a su sensibilidad. El desdichado conflicto sobre si su donación de más de quinientas obras debe permanecer en el IVAM, en una sala específica donde sólo se exhibe una selección de ellas, o si ha de cargarlas en un camión y llevárselas a casa, es producto de la fama y no de la gloria. El nuevo director de este museo, José Miguel G. Cortés, ha resuelto que el escultor haga desaparecer su donación, alegando que hay muchos otros artistas valencianos que pueden merecer igual trato. El asunto ha llegado a tal exacerbación, que incluso se está planteando llevarlo ante los tribunales. Hasta ahora, nadie había tenido en una idea tan expeditiva, pero José Miguel G. Cortés ha decidido poner a Miquel Navarro al pie de sus caballos. Más aún: el novísimo director ha desafiado a la consellera de Cultura, María José Català, que le había solicitado resolver la discrepancia de una forma amistosa.

Resulta indudable que Miquel Navarro debe hacer valer sus derechos, que devienen de una resolución del Consejo Rector del museo con fecha 3 de mayo de 2012. A revueltas sobre la legalidad de esta decisión andan las partes en plena discrepancia. Y yo me hago la siguiente pregunta: ¿para qué quiere Miquel Navarro una sala en el IVAM, si está más que ratificada la gloria que trajo del cielo? En todo caso, quienes saldremos malparados seremos los visitantes del museo. Aquellos que conocemos su obra sabemos que su talento es ajeno a esta disputa. Y quien no sepa verlo es que no sabe de la materia o está ciego. Como un día me aconsejó el pintor Ramón Gaya: «Al mundo hay que prestarle la atención imprescindible, pero no permitir que nos distraiga de nuestro destino». Creo que a Miquel Navarro le vendrá bien reflexionar sobre este aserto, y a José Miguel G. Cortés bajar el tono de sus lapidarias decisiones.