Casi cualquier isla desierta imaginable despertaría un interés superior al de las dos obras de Lalo interpretadas en la primera parte, y ni aun en sus momentos más brillantes traspasa nunca el segundo acto de Cascanueces los límites de lo meramente grato. Ahora bien, con invitados (o cocineros, que aún valdrían mejor para el símil) como los que en esta ocasión se dieron cita en la Iturbi, lo de menos fue ciertamente el programa.

A Guillermo García Calvo (Madrid, 1978) ya lo conocíamos de su debut en esta sala hace un par de temporadas. Volvió a reverdecer aquellos laureles merecidamente logrados por la eficacia de una gestualidad, la suya, clara y precisa sin perjuicio de la densidad en los matices de expresión, fraseo, intensidad y color extraídos de unos músicos que entonces como ahora se antojaron sumamente cómodos bajo su mando.

La gran sorpresa la produjo Adolfo Gutiérrez Arenas (Múnich, 1978), violonchelista de padres españoles que debe de poseer uno de los timbres más atractivos que en su instrumento sea posible oír actualmente en el mundo. Se vio además ennoblecido el Concierto de Lalo por la localización del tono narrativo a medio camino entre la extroversión y la introversión, la exhibición y la inhibición, la expansión y el recogimiento. El regalo de una sarabanda de la Quinta suite de Bach cargada de tanta emoción como desprovista de afectación acabó de convencer de que tal vez nos hallemos ante uno de los grandes del violonchelo en este arranque de siglo.

Estupendas intervenciones del clarinete y el violonchelo en la obertura de El rey de Ys, y de las flautas en la sección par del intermezzo de la obra concertante no habían sido sino las cimas de una excelente contribución orquestal. En Chaikovski, donde el nivel interpretativo general se mantuvo y hasta superó, destacaron las del trompeta (Danza española) y las trompas (Vals de las flores).