Algo ha cambiado en Les Arts. Davide Livermore llegó ayer arrollador al «foyer» de la sala Martin i Soler, el lugar para su presentación en sociedad. Saludó a todos y cada uno de los asistentes con un apretón de manos poderoso, tomó un café de un sorbo y dio dos bocados a un «croissant» antes de sentarse, solo, en un taburete tras una mesa alta. Con pantalón y chaqueta negros, camisa blanca y sin corbata. A pecho descubierto, extendió una libreta azul con anotaciones manuscritas y empezó a hablar y gesticular. «Podría vender alcachofas», bromeó sobre sus maneras absolutamente latinas.

Su apellido remite a un antepasado inglés jinete de carreras, pero Livermore es hijo de la Italia de los años 70, cuando la ópera aún era «la educación sentimental de los italianos» y no había llegado el furor de las televisiones comerciales. «Vengo de un barrio popular de Turín, no de la alta burguesía, en el que se jugaba a la pelota —prohibido mencionar a partir de ahora a la Juventus en Les Arts, sólo existe el Torino, aconseja—, se cantaba y se escuchaba ópera». Esa ciudad fría e industrial, con el trasfondo de huelgas y las Brigadas Rojas, le enseñó también a «disfrutar de la belleza», la cual, como el aceite, siempre flota. El dicho es de su abuela.

Padre de tres universitarios, en Valencia vive en la playa de la Patacona, donde le parece estar siempre de vacaciones al ver el mar, que le pone «el alma ligera», dice, cada mañana, antes de coger la moto para ir a Les Arts. a. g. valencia