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Crítica

Besos que se multiplican

Con motivo de la representación número mil, me acerqué de nuevo a ver este espectáculo. Lo hice por los recuerdos que me trae, pero también para comprender, después del tiempo transcurrido, el porqué de su éxito, de que la fórmula siga viva. Y coleando. Lo primero que rememoré fue el momento en que la compañía comandada por Alberola y Benavent multiplicó el ingenio para llegar a públicos más amplios. Lo bien cierto es que Albena, con esta obra del tándem Carles Alberola y Roberto García, dio ese paso iniciado por algunos grupos, sobre todo catalanes (Dagoll Dagom, La Cubana, Comediants?), al haber sabido mezclar innovación y comercialidad. Un hecho que tiene su importancia en un país cuyo público mayoritario (lo sigue siendo en gran medida), como decía Pemán, le gusta más el «teatro de lo sabido» que la emoción de la novedad. Y con este montaje se alcanzó esta última sensación, y eso que ha sido repuesta en incontables ocasiones. Para que haya un buen teatro off es necesario un buen teatro on.

A su manera, Besos es un musical. Las canciones forman parte de la acción y sirven para perfilar los personajes. Un musical especial, porque no son canciones cualquiera, sino que están dentro (por mucho que algunos no se atrevan a reconocerlo) de la memoria sentimental. Músicas y, sobre todo, letras, de Perales, Pimpinela o Camilo Sexto se convierten en réplicas imprevistas, en giros alocados y en una buena cantidad de gags absurdos y leves. Así son estos trece sketchs diferentes (algunos antológicos, como el de la vida que pasa en un santiamén), que se pueden resumir en uno, las desavenencias hombre-mujer. Pero más allá de la burla de la trivialidad, la pulida dirección del Alberola es otro tanto (sello Albena). Otro tanto que hace que el reparto siga brillando en matemáticas y desparpajo. Ahora con más soltura, pero con la misma fórmula: cada canción un recuerdo, y una ataque de risa. Así lo percibí de nuevo en el público de la otra noche. Besos mil.

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