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Tribuna

Señales de humo contra el cinismo

En las orillas. Como viven también los personajes „y él mismo„ de Rafael Chirbes, el escritor amigo que sabe como nadie desde dónde hablo, desde dónde escribo para llegar donde creo que ha de llegar la literatura decente: a ningún sitio».

Este párrafo pertenece a la nueva novela que acabé hace dos semanas en un pueblecito del sur de Francia. Antes, en muchas de mis otras novelas, también salía ese hermano en la literatura y en todo que era Rafael. Siempre anduvimos cerca, en la literatura y en la vida. Un día salió del pequeño pueblo extremeño donde vivió algunos años y se vino a Beniarbeig. Siempre allí, en su casa del monte, con sus perros, con sus libros, con sus montones de papeles llenos de historias sobre los que él derramaba un desprecio irónico: «ya no escribo más».

Ésa era su cantinela desde hace años, sobre todo desde que publicó Los viejos amigos, su primera novela del «horror humano», un horror que luego fue habitando, inmisericorde y sin ninguna complacencia, las novelas siguientes. Su escritura sucedía a la intemperie y nos dejaba con el culo al aire a merced de las tormentas. Él mismo me lo dijo una vez: «tus novelas son duras pero animan a vivir; las mías quitan las ganas de seguir viviendo».

Era agreste de cara a la galería. Pero a veces soltaba amarras una ternura que borraba cualquier signo de tirantez con la gente y el mundo. Hablábamos constantemente. Llamaba a cualquier hora para aconsejarme lecturas imprescindibles, para contarme lo de sus vértigos y cómo finalmente se los habían curado hace unos meses, para levantar entre los dos „en un contubernio casi adolescente de complicidades a destajo„ señales de humo contra el acecho de los cínicos.

Ahora que se ha muerto, no sé qué leches voy a hacer cuando quiera saber qué libro he de leer, cuál es el mejor camino para no perder la coherencia, dónde encontraré a partir de hoy esa voz carrasposa que, aunque él diga que la niega en sus novelas, siempre me hablaba de la vida.

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