Cuando murió el pintor Achille Emperaire, sus herederos quemaron los cuadros y los dibujos en el patio de su casa. De este modo, el fuego purificador acabó con toda aquella obra provocadora del pintor de Aix en Provence, llena de desnudos obscenos y pornográficos. Así, de Emperaire no queda prácticamente nada: lo poco que el artista pudo vender en vida (ganaba unos pocos francos suministrando dibujos pornográficos a los estudiantes de la Sorbona) y lo que el paso del tiempo ha conservado, por azares de la fortuna. En cambio, sí que contamos con el espectacular retrato que le pintó Paul Cézanne, donde se ve un hombre malformado, de mirada melancólica, con su nombre escrito con grandes letras doradas, y con la apostilla, algo irónica, de «peintre». He pensado en muchas ocasiones en el azar que guía el proceso creativo, y cómo a veces la desgracia se ceba sobre los más necesitados. Emperaire era un dibujante excepcional, muy admirado por Cézanne (que, desde luego, dibujaba peor), pero no tuvo suerte, ni tan sólo después de muerto. Ahora toda aquella obra destruida valdría una fortuna, porque habría sido puesta en valor no sólo por su indudable calidad, sino también por aquella actitud iconoclasta y temperamental que guiaba todos los pasos del artista.

Durante estos días, he recordado este caso mientras colaboraba en la preparación de la exposición conmemorativa del centenario de Messa. Francesc Sempere Fernández de Mesa (Albaida, 1915-1996), que firmaba como Messa, es un artista muy injustamente desconocido. Discípulo de Josep Segrelles, y contemporáneo de Monjalés, durante sus largos años de vida artística generó literalmente una montaña de obras: óleos, dibujos, collages, esculturas, instalaciones..., de tal manera que cuando uno se enfrenta por primera vez a su trabajo no resulta fácil distinguir su estilo, discernir que es, en definitiva, un Messa. Hay bodegones muy bellos, pero demasiado iniciáticos; hay obras sorprendentes, con muñecas desmembradas, que recuerdan al universo de Carmen Calvo; también hay escenas eróticas que tienen alguna cosa de bañistas de Cézanne o de señoritas de Aviñón, pero de Albaida.

Sin embargo, por encima de todo, destaca su deseo de provocar, de epatar al público, como en un trabajo que muestra unas bragas blancas colgando de un alambre, con la inscripción: «De qui seran aquestes bragues descolorides en els filferros del balcó». Su hijo Fèlix Sempere me explicó que estaba basada en un famoso poema de Joan Vinyoli, y que durante una reciente exposición en Barcelona dedicada al poeta se pusieron en contacto con los organizadores, «y aunque al inicio se mostraron entusiastas, el entusiasmo duró hasta que... vieron la obra». En efecto, aquellas bragas XXL, medio roídas por los pececillos de plata, no resultan fáciles de exhibir, por mucho que homenajeen el poema del gran Vinyoli. No obstante, a pesar de todas aquellas excentricidades, de todos aquellos tours de force, en su obra hay una energía que resulta tan magnética como interesante. El propio Joan Fuster lo reconocía, y animaba a sus lectores a adentrarse en su universo sin prejuicios: «Tota l´obra de Messa és interessant, no cal dir-ho. Mireu-la; sembla nascuda d´una energia fosca, reconcentrada com un combat alhora sense esperança i sense desistiments».

Mañana domingo, en la sala de exposiciones del Palau dels Milà i Aragó de Albaida, se inaugurará la muestra conmemorativa del centenario de Messa. Durante estos años, su hijo Fèlix ha salvaguardado su obra, y ha movido cielo y tierra para que finalmente sea posible esta exposición. También Roberta González se esforzó lo indecible para que la obra de su padre Julio no fuese olvidada y hoy en día es el mayor tesoro del IVAM. A veces pienso en el azar y la incertidumbre que guían el destino artístico. Quizá si Achille Emperaire hubiera tenido unos hijos como Fèlix o Roberta, hoy sería admirado y estudiado. Y su obra, con todas las limitaciones que quieran, expuesta junto a la de su buen amigo Cézanne. Que, qué duda cabe, tuvo mucha mejor suerte.