Hay personas que crean vínculos con nosotros, aunque no lo hayamos pretendido. Y ese vínculo da la falsa impresión de que una mano oculta propone azares que nos pueden sobresaltar. Pero no es la casualidad ni la estadística, sino que es la fidelidad al vínculo.

Pienso esto porque el pasado jueves compré Arenas movedizas, donde su autor, Henning Mankell echaba mano de sus recuerdos, con un hermoso estilo y un extraño gozo, para conjurar la noticia del cáncer que le habían detectado, como si la memoria le resultara un modo de sobrevivir; de superar y, en suma, alcanzar la inmortalidad. Así que, siguiendo sus indicaciones, rememoro, y se lo recuerdo al posible lector, que Mankell iba embarcado en la atrevida flotilla que con ayuda humanitaria hacía rumbo a Gaza, y que el 31 de mayo del 2010 fue asaltada por la Marina de Israel.

Pero mi fidelidad a Mankell viene de años antes, y no procede de sus novelas policíacas, aunque ayer mismo terminé de leer su Huesos en el jardín, donde los sueños del comisario Kurt Wallander por poseer una casa de campo y un perro, se truncan igual que, ahora lo sé, los del propio Mankell, tan aficionado a desdoblarse en sus personajes de ficción.

Amaba o admiraba o conocía a Henning Mankell desde que leí hace unos años una novela suya ajena al género de lo policíaco. Se trata de Comedia infantil, de 1995. Y es un relato de denuncia, realismo y magia „pues no en balde transcurre en África„, sobre los niños de la calle, azotados por los sicarios de la calle, en una ciudad portuaria, a la que puedo o quiero identificar con Maputo (Mozambique), donde Mankell dirigía, y probablemente financiaba, un teatro, el Teatro Avenida.

El narrador, José Antonio María Vaz, el andrajoso Cronista de los Vientos, es otro doble, otro personaje interpretado por Mankell , quien desde la terraza de un edificio sugerente y entrañable, pues es mitad teatro mitad horno de pan, narra la historia de Nelio, un niño de la calle, emigrado de la selva a la ciudad, que ahora malherido le va dictando al Cronista su vida durante sus últimas nueve noches.

Desde que lo leí me ha acompañado, siempre que proyecto dirigir un espectáculo, una imagen, muy actual hoy, ahora que ha subido a la superficie de los noticiarios el tiempo de refugiados y migrantes (antes de que vuelvan a no ser noticia). Y es que la novela cuenta que Nelio, el niño protagonista, halla su escondite nocturno o su hogar, en el interior de una estatua ecuestre, levantada en metal en honor (?) a un general de un olvidado dictador. Allí entra cada noche por una portezuela bajo el vientre.

«La luz del exterior penetraba por entre los ollares del caballo y los ojos hueros de su jinete», dice el relato. Por cierto, la imagen ha tenido para mí, a más de iluminarme en la sala de ensayos de una obra, un efecto retardado, pues a veces me sorprendo preguntándome si en aquella estatua ecuestre de Franco y de bronce que estaba a las puertas del Teatro Rialto, en la plaza del Caudillo de Valencia, pudo refugiarse alguna vez algún perseguido por el frío o por la Brigada Político Social .

Y si doy un salto en el tiempo, vuelvo entonces al pasado jueves, cuando empecé a leer ,creo que por puro azar (aunque tal vez sugerido por el vínculo entre escritor y lector), Arenas movedizas. Y ahí de nuevo encuentro un pasaje que puede servir de consuelo hoy, que también ha fallecido Ana Diosdado, a quien prologué en su momento su éxito Olvida los tambores, que no estaría mal reponer, si en el teatro español se honrara a los textos de teatro.

Mankell rememora su visita de 1982 al anfiteatro griego de Tasos. Baja a la arena, se sienta en la cávea y, aunque todo está vacío, poco a poco el teatro surte efecto: siente Henning Mankell que el coro griego de la antigüedad pudo hacerse las mismas preguntas que él, y que también, en el último momento del mundo, otro actor volverá a encontrarse con el público.

Vaya. El teatro, supuestamente arte efímero, pasajero (y por eso, despreciado o minusvalorado por los políticos) se le ofrece a Mankell como el lugar de la inmortalidad, la de los actores representando a los dioses y a otros personajes de ficción, en un arco fuera del tiempo, pero histórico, entre el pasado remoto y en el futuro desconocido.

Desde ese día, concluye Henning Mankell, «extiendo brazos y manos cuando duermo».