Desde el nacionalismo de Ignacio Cervantes hasta nuestros días, la pléyade de pianistas cubanos ha destacado en diferentes géneros: Joaquín Nin (padre de Anaïs), Ernesto Lecuona, Bola de Nieve, Jorge Bolet, José Mª Vittier hasta llegar a Jorge Luis Prats y Pepe Rivero. Éste, de formación clásica y técnica desenvuelta, ha encontrado en Chopin un filón legítimo como hace 50 años hicieran Jacques Loussier o Walter/Wendy Carlos, con Bach, aunque ambos compositores tienen códigos „y riesgos„ desparejos.
En Rivero se aprecian diferentes querencias que él adopta y adapta salpicando sus trabajos con ritmos de un bien asimilado jazz junto los cantabiles perfumados del son o la guajira antillana y las no menos sorprendentes cadencias del guaguancó. Y todo con la presencia del batería Georvis Picó y Reinier Elizarde al contrabajo apoyando, en segundo plano, la simetría del conjunto.
La novedosa sesión estuvo coprotagonizada por la pianista donostiarra Judith Jáuregui, reconocida en el recital y con importantes orquestas en España y Europa. Sus interpretaciones «clásicas» dieron paso a las versiones «tropicales» de Rivero y quizá la atmosfera de la Cuarta balada op.23 fue el momento más conseguido de la noche con sonoridades más translúcidas que transparentes, resultado de su cuidado enfoque que le permite recorrer el teclado con solvencia, brillantez y sin destemplanzas. No es posible „innecesario„ comparar a los dos artistas. Cada uno cumple con su labor y si ella expone el «original» con pulcritud, él no se limita a «copiar y pegar» sino que lo transforma aportando su aroma de bolero. Todo un lance del que salen victoriosos con total dignidad. Sin embargo, al ser obra de mayor extensión y calado, el Andante Spianatto y la Gran Polonesa op. 22, es una pieza menos propicia para la improvisación.
El público de la SFV se mostró muy satisfecho y por ello recibió una merecida recompensa con una página «riverizada» del catalán Mompou, con lo que remataron la experiencia. ¿Noche de fusión o pasión?
