­El retrato de los ejecutores de la represión franquista es una de las tareas pendientes en la investigación histórica que, de la mano del catedrático de la UA Juan Antonio Ríos Carratalá, viene a paliarse con su nueva obra Nos vemos en Chicote. Imágenes del cinismo y el silencio en la cultura franquista. Solo se explica así que, pese a las montañas de papel que se apilan sobre el juicio y condena a muerte al poeta Miguel Hernández, nadie hasta ahora hubiera reconstruido la trayectoria humana y profesional de los magistrados y fiscales que firmaron aquella sentencia. Este es un quién es quién vital y necesario que viene a desvelar asombrosos casos donde se cumple a rajatabla el famoso tópico de cuando «la realidad supera la ficción».

Y vaya si lo es. Según la investigación del profesor Ríos Carratalá, el juez Manuel Martínez Gargallo (el verdugo del poeta oriolano) se dedicó al articulismo de humor y se integró como miembro destacado de la Generación del 27. Eso, en cambio, no impidió que al término de la Guerra Civil impusiera su puño de hierro y condenara a muerte a los mismos ilustradores de sus cuentos. Sin escrúpulos y sin condescendencias.

Martínez Gargallo supo además disfrazar su doble vida en la dictadura, al actuar y liderar los grupos represores contra los homosexuales cuando él mismo, según los testimonios recabados en este ensayo, era un conocido asiduo de los ambientes gay en los años de la República. «Todo el que tenía un pasado p0lémico sobreactuaba para bloquear posibles dudas», agrega Ríos Carratalá.

Ante el talento y los elogios que despachaban intelectuales como su amigo y periodista César González Ruano, Martínez Gargallo también logró ocultar sus trapos sucios. De hecho, a finales de los años 20 se apoderó de los trabajos y la remuneración de algunos compañeros suyos en la revista de humor, por lo que fue denunciado y expulsado de la publicación. La estela que nos deja Martínez Gargallo en una exitosa y cómoda carrera hasta su retirada sigue los pasos de otros responsables del juicio al autor de Vientos de pueblo como Antonio Baena, quien actuó como secretario cuando se hizo pasar por abogado (no tenía más que unas asignaturas aprobadas).

Años después, ironía, sarcasmo, incredulidad y esperpento todo al mismo tiempo, Baena culminó su carrera como alto funcionario del Ayuntamiento de Córdoba e incluso con Julio Anguita en la alcaldía. «No lo sabía ni el propio Anguita. Cuando se lo conté se sorprendió muchísimo», agrega Ríos Carratalá sobre este caso que ejemplifica cristalinamente cómo los ejecutores de sentencias y órdenes en consejos de guerra y de postguerra en el franquismo obtuvieron generosos puestos de carrera pública, ascensos meteóricos y jugosos sueldos.

«La mayoría de todos ellos eran voluntarios. Incluidos los del juzgado especial de prensa (quien condenó a Miguel Hernández a muerte). Pueden haber motivaciones distintas, había gente que simpatizaba con el régimen, pero más allá de eso, la intención de todos ellos era ganar puestos en la escala de funcionarios. Es lo que llamo "la banalidad del mal", porque la gente firmaba sentencias de muerte para no tener problemas y conseguir un mejor puesto. Y estaban allí pese a su pasado discutible», reflexiona el catedrático respecto a su nuevo libro, que abarca otros muchos casos de periodistas y escritores al que ha dedicado varios años escudriñando en archivos de toda España.