Hablar de la platería de la ciudad de Toro no es hablar de los objetos ricos elaborados en metales preciosos que se podían localizar en la mayoría de las urbes castellanas que durante toda la Edad Moderna, sino que supone acercarse a la historia de un centro de producción de esos ajuares litúrgicos, vajillas, útiles de uso doméstico, adornos personales, joyas... La diferencia era verdaderamente importante, pues además de un nutrido número de artífices y talleres, la ciudad de las Leyes contó, al menos, desde el año 1506 con oficiales municipales también conocidos como marcadores que, nombrados por los reyes o por las corporaciones locales, verificaban la ley de la plata con que se trabajaba en los obradores y la calidad de las piezas que se labraban y vendían en las tiendas o en las ferias.

Este "privilegio" no era algo casual, pues iba unido al extraordinario desarrollo que experimentó Toro durante el siglo XVI, cimentado en la fuerte vinculación que la ciudad había mantenido con la monarquía durante la Baja Edad Media. Este hecho favoreció notablemente el crecimiento demográfico a través del asentamiento de familias nobles como los Ulloa, los Fonseca, los Rodríguez Portocarrero o los Deza, entre otros, a lo que se ha de añadir las numerosísimas fundaciones monásticas que, de manera continua, se venían llevando a cabo desde el siglo XIII. Imprescindible para este desarrollo será el momento de bonanza económica que atraviesa la ciudad durante buena parte de la centuria, la aparición de nuevas industrias que se unen a las siempre pujantes actividades agrícolas y como no, lo que algunos han considerado la actividad económica por excelencia del siglo XVI, el arte, y dentro de él la arquitectura.

Sobre estas líneas, andas procesionales realizadas por Juan de Figueroa Vega (1683-1685). A la derecha, custodia procesional labrada por Juan Gago Díez (1583).

Al albur de la edificación o renovación de palacios y casonas unida a la afición desmedida por el lujo de los moradores o del amueblamiento de los nuevos edificios conventuales, iglesias, capillas y oratorios particulares que necesitaban ser adornados y dotados de ajuar, florecería el centro de producción de Toro. El paso de los siglos y diversos avatares históricos dieron al traste con buena parte de este imponente patrimonio. Nada queda de lo que describen los ostentosos inventarios de bienes que atesoraba la nobleza en sus casas, por lo que habremos de dirigir nuestra mirada hacia los edificios religiosos que, aunque igualmente castigados, mantuvieron parte de sus tesoros debido a la funcionalidad litúrgica de las piezas y a la devoción de los fieles.

La mejor muestra de la riqueza que llegaron a acumular la mayoría de las parroquias es el inventario de bienes de la Colegiata de Toro realizado con motivo de la visita pastoral de 1547. Recoge más de medio centenar de piezas, descritas de manera minuciosa, que, sin duda, debían de cubrir holgadamente las necesidades litúrgicas y cultuales de la iglesia mayor de la ciudad. Algunas de ellas son aún hoy identificables con facilidad; otras, riquísimas aunque lamentablemente perdidas, despiertan nuestra admiración y en unas pocas se apostilla incluso el nombre de su magnánimo donante. En él se recoge por primera vez la gran custodia procesional labrada por Juan Gago Díez en 1538 a petición del por entonces obispo de Zamora don Pedro Manuel. Se trata de la mejor pieza que todavía atesora la iglesia y además elaborada por un maestro local: Iten ay una custodia grande de plata toda blanca para llevar el sanctissimo sacramento el dia del corpus christi en la procesion, labrada toda al rromano con una cruzeta e crucifixo e beril que peso todo veinte e quatro marcos menos una onça. Hoy felizmente, podemos disfrutar de ella en su sacristía, pues fue robada en 1890 y tras un largo periplo fue a parar al Victoria & Albert Museum de Londres que, en 2005, accedió a cederla temporalmente.

Incensario de Bernardo García Corona (1853). A la derecha, cruz parroquial realizada por Juan Lorenzo (1621).

No menos generoso para con la colegial toresana fue el prelado don Diego de Fonseca, obispo de Orense y de Coria, cuyo linaje ostentaba desde mediados del siglo XV el patronato de la capilla mayor del templo. Por desgracia, nada queda del rico cáliz con su patena que donó antes de su fallecimiento, o de las vinajeras, candeleros, campanilla y cruz que le acompañaron.

Las espléndidas dádivas de otros personajes contribuyeron a configurar el actual tesoro de Santa María la Mayor. Sin duda, entre las obras más llamativas se sitúan las andas barrocas que los caballeros Pedro de Vitoria Pacheco y Luis Alonso Álvarez costearon para procesionar la custodia parroquial durante las festividades sacramentales. Labradas entre 1683 y 1685 en la ciudad de Salamanca, ponían de manifiesto el agotamiento de los talleres locales que no se repondrían de tal situación hasta comienzos del siglo XVIII.

Así pues, a partir de las primeras décadas del Seiscientos el ajuar litúrgico hubo de completarse con piezas foráneas, es decir, elaboradas en otros centros peninsulares, como Valladolid, Salamanca, Madrid o Córdoba. Con tal procedencia contamos hasta cerca de dos decenas de obras, entre cálices, cruces copones, custodias, vinajeras, incensarios, navetas, olieras, portaviáticos, bandejas, insignias, varales o coronas. De entre todas ellas se ha de llamar a atención sobre la cruz procesional elaborada por el platero vallisoletano Juan Lorenzo en 1621 para la iglesia de Santo Tomé -ubicada hasta su desaparición en el siglo XIX en el Pórtico de la Majestad de la Colegiata-, un gran incensario salmantino labrado en 1853 por Bernardo García o una custodia encargada a los talleres de Madrid en 1865.

Custodia portátil, obra de los talleres madrileños (1865). A la derecha, interior de la Colegiata de Toro.

Quizá durante la celebración de Las Edades del Hombre y la muestra Aqva no se puedan contemplar muchas de estas piezas, reflejo del brillante pasado de la ciudad y de la fortuna de sus talleres artísticos, que no sólo nos legaron magníficas esculturas y pinturas, pero ojalá estas líneas sirvan al menos para suscitar la curiosidad y quizá una visita a la Colegiata de Santa María en cualquier otro momento, donde su tesoro -ubicado en el cuerpo bajo de la torre- no hará sino sorprendernos pese a las muchas pérdidas que sufrió a lo largo de la historia.