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Entrevista

Carmelo Gómez: "En este país aplaudimos por todo; falta criterio"

«El alcalde de Zalamea», dirigida por Helena Pimenta, llega al Teatro Principal para viajar a la realidad decadente del siglo XVII

El actor, Carmelo Gómez, ayer en Valencia. Foto: Eduardo Ripoll

Cuando comenzó con esta obra dijo que se sentía como un niño pequeño con la sensación de empezar de nuevo. ¿Cómo se encuentra ahora?

En medio de una sensación placentera. Siempre me enfrento a cada texto de forma distinta porque también yo soy muy distinto. Y más siendo en verso. Siempre que me subo al escenario tengo la sensación de estar jugándomela. Me gusta mucho esa idea que alberga en mi subconsciente. Cuando ya estás en temporada no pasa tanto, pero en gira siempre tienes la sensación de estreno.

Entonces es como si viniera a Valencia a estrenarla por primera vez.

Sin duda.

¿Cómo definiría a Pedro Crespo, su personaje?

Es un hombre de campo con unos valores muy estrictos, muy rígidos con el que me siento identificado. Son grandes valores que le sostienen ética y moralmente en una dignidad incuestionable. Pero es muy difícil una vida así. Siempre tienes que estar pendiente de no salirte de tu estructura de pensamiento y acabas siendo víctima de ti mismo. También coincide que vive en medio de una lucha generacional fuerte y un cambio de la sociedad española. Hasta que le hacen alcalde. Ahí cambia todo. Tiene que tomar decisiones morales y transforma toda la ficción. Deja de hablar de honor para hablar de justicia.

Y se convierte en una historia política.

Sí, pero ¿donde está el choque? Él es un hombre social intachable, pero en realidad no es así. Por mucho que tengas un principio de otredad muy fuerte puedes estar equivocado. Rita Barberá cree que lo ha hecho cojonudamente. Claro, y no le voy a quitar el privilegio de que lo crea. Eso sí, que lo crea es una cosa pero desde luego con la sociedad tiene una deuda y no vale que lo crea. Ahí es donde está la diferencia importante. Este señor, que también era alcalde, tiene una responsabilidad con su pueblo y contrastan esos dos mundos: norma individual y norma social. Y en lo social también está el otro.

Un personaje del siglo XVII en una obra del XXI. ¿Qué podemos encontrar en aquella época que ahora esté presente?

Todo. Pero no están los matices y los detalles con los que hoy se construye. No están los medios de comunicación que son un quinto poder y son importantísimos, pero sí está muy presente la Iglesia. Hay muchas cosas que tienen mucho que ver. Por eso es un clásico. Todo tiene un movimiento interno en el teatro clásico español. Hoy nos medimos por los gestos, da igual de la época que sea si el movimiento interno, que es lo que conforma la voluntad y el impulso de los personajes, es el mismo. Y es así porque somos los mismos hombres. La función es absolutamente moderna. Lo vemos desde la perspectiva del presente pero sabiendo que, aunque sea el pasado, nos afecta.

¿A pesar de que sea en verso?

De hecho es mucho mejor que sea en verso porque el verso idealiza muchísimo más los comportamientos humanos. Tiene un poder metafórico y evocador que no tiene el lenguaje habitual porque es matemático y cada cosa tiene un significado y punto. Pero cuando hacemos una metáfora o decimos el verso «enhiesto surtidor de sombra y sueño» estamos diciendo muchas más cosas: un ciprés de Silos, una puesta de sol, la fortaleza de ese árbol que apunta al cielo... Todas juntas convierten una frase en una metáfora y es gracias a la imaginación. Eso es el poder evocador que tiene la poesía y que se puede permitir ese lujo que la prosa tiene muchos remilgos para hacerlo. No hay más que ver nuestras películas y las series que se alejan cada vez más de la metáfora y por tanto pierden movimiento. Se quedan opacas.

¿Volverá al cine?

De momento no.

¿Cómo cree que se queda el público después de la función?

Hay gente que me ha dicho: «¡Qué maravilla!», «¡Muchas gracias!» «¡Me he reconciliado con la vida!». Cuando está viendo un drama. Eso son opiniones, aplausos hay siempre aunque son muy equívocos. En este país aplaudimos por todo, incluso votamos mayorías absolutas por cualquier cosa. Hay una falta a nivel social de criterio muy grande. Como grupo no tenemos pensamiento y luego individualmente todo el mundo parece saberlo todo. Eso es erróneo. Sin embargo, el público que elige ir al teatro viene con una expectativa y eso ya hace que haya un ser humano detrás. Me interesa más la opinión que me dicen por la calle. Sobre todo me da mucha satisfacción que me digan que entienden el verso porque eso es entrar en una forma de pensamiento a la que no estamos habituados. Es como soñar sueños que nunca has tenido.

Los conceptos de los que trata la obra suenan un poco anacrónicos. Lealtad, honor, venganza... ¿Piensa que en la actualidad se entienden?

Ahora se dice «por mis cojones». Yo huyo también de expresar eso. Cuando hablo de ese honor que tiene que ver con una idea religiosa, de casta, de orden moral dictado a priori por unas leyes sociales y religiosas, lo digo deprisa y en bajito. Más que honor, me interesa cuando él habla de fama. Para él la fama es dignidad. Dignidad es una gran palabra que está pisoteada, vapuelada, destrozada, reventada, violada. Y que sin embargo es nuestra, no de los políticos ni de muchos que la usan diariamente. Al final, la dignidad es el núcleo ideológico del personaje.

Una obra donde compite la justicia social y la militar

La Compañía Nacional de Teatro Clásico traslada al Teatro Principal de Valencia la obra de Calderón de la Barca protagonizada por Carmelo Gómez, Nuria Gallardo y Joaquín Notario y dirigida por Helena Pimenta. Una joven violada por un militar en un tiempo donde la violación la pagaba la mujer. «He llorado con la obra», comentó ayer Pimenta de la ficción que estará en Valencia hasta el domingo. «Es la historia de un fracaso, del abuso de los seres humanos, de una batalla perdida, como lo es la propia vida», opinó.

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