Miguel de Cervantes Saavedra murió en Madrid el 22 de abril de 1616, cumpliéndose ayer cuatrocientos años de tal hecho. Cifra redonda y digna de ser recordada por todos aquellos que gozamos con la buena literatura. Es igualmente una buena ocasión para recordar la relación que el genial alcalaíno tuvo con Valencia y lo valenciano.

Tal relación comenzó en un tiempo sumamente feliz para Cervantes, el previo a su liberación del cautiverio durante cinco largos años en tierras africanas, cuando el 22 de mayo de 1580 embarcan en el Grao de Valencia rumbo a Argel los frailes trinitarios Juan Gil y Antonio de la Bella con la misión de rescatar cautivos cristianos. Meses después el primero de ellos culminó con éxito el complicado proceso de la liberación del futuro escritor. También fueron valencianos los mercaderes que pusieron la mayor parte del dinero del elevado rescate pedido por él. Sus nombres eran Onofre Exarch (Exarque se lee en los documentos de la época) y Baltasar de Torres.

El grupo de redimidos en que venía Cervantes desembarca en Dénia el 27 de octubre de 1580, trasladándose al día siguiente a Valencia y alojándose al llegar en el trinitario convento del Remedio, sito extramuros de la ciudad, junto al puente del Mar. Se celebra desde allí una fastuosa procesión hasta la Catedral, donde se oficia misa solemne, se canta un Te Deum y se procesiona de vuelta desde el interior del templo hasta el citado convento. Allí y durante unos días se arreglan los papeles de los rescatados, pudiendo ir después cada cual libremente a su tierra.

Miguel, sin embargo, se quedará más de un mes en nuestra ciudad, frecuentando el mundillo literario y teatral, respirando a pleno pulmón su recién estrenada libertad en aquella brillante y sensual Valencia.

Hay testimonios fehacientes de su estancia en la ciudad del Turia. Así, Rodrigo de Cervantes, su padre, solicita el 1 de diciembre del citado año cierta información sobre Miguel al teniente corregidor de la Villa de Madrid, manifestando que su hijo «al presente está rescatado y en su libre libertad (sic) en la ciudad de Valencia». También un tal Francisco de Aguilar, que compartió cautiverio argelino con Cervantes escribe el 9 de diciembre de 1580: «Y vinieron juntos en una nave, cuando le rescataron, hasta la ciudad de Valencia, donde al presente está el dicho [Miguel de Cervantes]» (Archivo de Protocolos de Madrid nº 499, fol. 1380).

El castellano queda maravillado de gentes y lugar: «Cerca de Valencia llegaron; en la qual no quisieron entrar por excusar las ocasiones del detenerse; pero no faltó quien les dixo la grandeza de su sitio, la excelencia de sus moradores, la amenidad de sus contornos, y finalmente, todo aquello que la hace hermosa y rica sobre todas las ciudades, no solo de España sino de toda Europa; y principalmente les alabaron, la hermosura de las mugeres, y su extremada limpieza, y graciosa lengua, con quien solo la Portuguesa puede competir en ser dulce y agradable» (Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Libro III, cap. XII).

Cervantes conoció también el Grao y su playa, dejando constancia de su grata impresión:

«Y en esto descubrióse la grandeza / de la escombrada playa de Valencia, / por arte hermosa y por naturaleza». (Viaje del Parnaso. Cap. III verso XV)