­El pasado viernes falleció José Monleón, ensayista y crítico teatral, como le gustaba definirse. Después de recibir la noticia triste y un tanto desconcertante (¡pero si Monleón es inmortal!) se me ocurrieron muchos calificativos para recordar a alguien «con quien tanto quería», como diría su admirado Miguel Hernández. Pero he preferido pensar en el concepto de travesía, utilizando el título de uno de sus últimos libros.

Precisamente, el libro que escribí sobre su vida y obra se tituló Un viaje (real) por el imaginario. Porque la idea de viaje es la que ha estado latente desde que dejara su sosegada profesión de abogado, para buscar la aventura del teatro, del arte. Para pensar con viento fresco.

Monleón era un gran viajero. No un turista que llega y hace las fotos de rigor. Este viajero incansable se fundía „me cuesta hablar en pasado„ con el nuevo paisaje, y entraba en diálogo, sin perder la compostura crítica, universalista. Un viaje que también tiene que ver con la realidad que le tocó vivir, con sus cambios históricos, que van de la dictadura franquista a las contradicciones de la democracia.

Mi primer contacto con Monleón se produjo a raíz de la lectura de sus artículos en Primer Acto, una revista fundamental para conocer la historia del teatro español y universal. Cualquier escrito suyo, incluso una simple crónica, nunca estaba exenta de reflexión. De clarificadora lucidez.

Después fui descubriendo su labor en la mítica Triunfo. Con el tiempo descubrí sus libros, y su magisterio a raíz de su genialidad oralidad. Su obra es inabarcable.

Monleón, además de teórico, era un gran activista, creador de proyectos que unían utopía y realidad, como el Instituto Internacional del Teatro del Mediterráneo. Organismo que logró sentar en la misma mesa a israelitas y palestinos, a serbios y croatas, para hablar de teatro, de lo humano. Por ello, lo más sorprendente, al adentrarse en la obra monleoniana, es darse cuenta de que la discusión artística está muy unida a la discusión de temas como democracia, intolerancia, nacionalismo, interculturalidad o derechos humanos.

Monleón, mi gran maestro (pausa: lluvia en los ojos), era un intelectual comprometido, pero nada es más ajeno a él que ese aire «ascético» o «sacerdotal» que acompañan a menudo la imagen del compromiso. Al minuto de hablar con él descubrías su frescura, su vigor, su extraordinaria juventud, sus vivas ideas. La fabulosa heterodoxia de un crítico, teatral y social, que iba a la raíz de las cosas. Un inquieto impenitente. Ese era Pepe Monleón. Y los seguirá siguiendo después del último viaje.