Los motivos son caprichosos y, por tanto, crueles. Buena parte del patrimonio artístico valenciano permanece en una zona de umbría de la memoria, disperso y en algunos casos invisible, peor tratado por el tiempo que la hermanastra fea del cuento. Son los rostros tallados en piedra de paisanos del medievo, productos de una disciplina, la escultura, relegada incluso en la universidad, donde la pintura valenciana se queda con el fervor académico.

Así lo contaba ayer Arturo Zaragozá, arquitecto inspector de patrimonio artístico de la Generalitat y comisario de la última muestra que ocupa las paredes del Centre el Carme, Memorias olvidadas, imágenes de la escultura gótica valenciana. Él tuvo la epifanía subido en un andamio, desde donde hacía fotos cada jornada a la clave de bóveda de la Colegiata de Gandia. «Me parecía una maravilla que, además, no estaba a la vista», contaba ayer Zaragozá. Lo mismo le sucedía con otras esculturas que encontraba en edificios valencianos del XIII, XIV o XV, solo visibles a varios metros sobre el suelo.

«En la época ocurría que, durante la construcción, las obras estaban en el suelo y los vecinos la veían antes de ser elevadas; ellos retenían las imágenes», exponía el comisario, a quien se le ocurrió bajar a la altura de los ojos esas obras. Echó mano para ello de los fotógrafos Joaquín Bérchez, Mateo Gamón y Carlos Martínez, los encargados de recopilar las 58 imágenes que ahora se extienden por el refectorio del viejo convento, muchas de las cuales han itinerado ya por otros lugares.

Entre los modelos más célebres de la muestra están los apóstoles de la portada de la catedral de Valencia, pero hay más: artesanos y comitivas de un funeral, cantores de gesto retorcido y gárgolas; todo un muestrario de criaturas con la vista puesta en lo divino que, sin embargo, exhiben la cara de antepasados valencianos, pues son ellos quienes aparecen tallados en las figuras. «El resultado es una galería de retratos, algunos de ilustres como Rodrigo de Borja, lo que permite conocer a valencianos que pensábamos que no existían», reivindicaba Zaragozá.

La exposición es el producto de la simbiosis entre la investigación histórica y el arte, como señalaba el director del Consorci, Jose Luis Pérez Pont, y sirve también para esbozar una futura ruta por edificios donde despuntan estas joyas de piedra. Desde la propia catedral del Cap i Casal hasta el monasterio de Sant Jeroni de Cotalba, la basílica arciprestal de Morella, la iglesia arciprestal de Sant Mateu, el monasterio de Santa María del Puig o la mentada Colegiata de Gandia.

Junto a estos elementos completan la colección otros fotografiados en museos y almacenes. «Se ve hasta toda una colección de peinados de la época; algunos serían la envidia de un hipster», señalaba con humor en comisario de la muestra, que observa un rasgo común en este arte valenciano: «Sí se percibe una vuelta a la romanidad», concretaba Zaragozá. De los autores, por otro lado, se sabe bien poco. Hay obras salidas del taller de Pere Compte, o de Antoni Dalmau, pero en muchos casos la identidad del artista es un misterio. «Quedan muchos papeles por desempolvar», decía el comisario, abriendo una nueva senda a explorar desde ya.