­La vida es como una partitura, como una sinfonía: se inicia, se desarrolla, con sus temas y reiteraciones, con sus accelerandos y ritardandos, con sus pausas, con sus cesuras... y aquí, en este punto extraño y sorpresivo, es donde se ha detenido la mirada atenta y el oído exigente de nuestro crítico y amigo Alfredo Brotons. Una Gran Pausa donde toda la orquesta, sus sonidos, han dejado espacio al silencio. Es difícil glosar, recordar en pocas palabras a una persona que ha convivido con los músicos y con la música durante tantos años desde ese espacio tan singular y complejo como es la crítica. No es fácil. Y es que no fue un crítico, ni tampoco una persona al uso. Su mundo era (qué difícil es hablar ya en pasado) el mundo de la cultura y desde este planteamiento basaba sus opiniones y escritos.

Erudito sin ser soberbio, atento y comprensivo con una realidad que partía del deseo de una música mejor, en mejores condiciones para Valencia. No era un crítico, como he dicho, al uso, no hacía crónica ni descripción, no rehuía el enfrentamiento con los protagonistas. Era un crítico que «sabía lo decía y decía lo que sabía». Infinidad de veces le vimos (y le sufrimos) con la partitura en mano en los conciertos, gesto que revelaba sus deseos: rigor, respeto a la partitura, que eran para él sinónimos de «verdad».

Sus opiniones eran leídas por los músicos y también apreciadas por los mismos, ya que su talante, como también protagonista del mundo de la música, era el de construir, presentar una dialéctica de esperanza acerca del mundo a través de la música. Su memoria era oceánica, una archivo de historia oral de los «hechos musicales de Valencia» y a pesar de esto en sus críticas nunca pecó de erudición ni de elitismo, al contrario, intento abrir la música a la sociedad. Sus opiniones nunca estuvieron exentas de responsabilidad, su compromiso era social y humano. Creía en la cultura, era su verdadera religión.

Hace ya unos años en una conversación privada en su casa, alentada con los rumores de los goles en el Mestalla, me confesó que leía partituras con la misma fruición que libros, llegando a confesar, en primera persona que: «lo que a mi me hubiese gustado es ser timbalero o director, en ese orden». A nosotros nos hubiese gustado saber lo que él sabía, de Adorno, de Benjamin, de Freud, de historia, de filosofía,... hasta de música.

Va a ser difícil a partir de ahora no buscar las críticas de los conciertos en Levante-EMV o en las revistas especializadas donde era muy valorado y apreciado. Va a ser difícil no verlo allí, en la última fila del anfiteatro del Palau de la Música, con su partitura, atento a acompañar a los aficionados con su opinión y a los músicos con sus recomendaciones, sin dejar nunca de mostrar su respeto por la más sublimes de las artes: la música. El sonido ha quedado sorpresivamente suspendido, en una Gran Parada. Quedan sus escritos. Queda su verdad. Su sinfonía seguirá sonando.