Los que corren mejor suerte se exponen a la mirada desatenta del visitante medio, que ni siquiera llega a frenar su marcha, en busca de piezas mayores. La mayoría, sin embargo, permanecen en los almacenes del museo, un limbo donde un Juan de Juanes tiene la misma proyección que un cuadro anónimo. David Gimilio, conservador del Museo de Bellas Artes de Valencia —el único en este momento, lo que le otorga el honorífico título de «máxima autoridad» en la materia—, ha rastreado en los últimos meses esos suburbios del centro buscando mensajes cifrados e historias ocultas dentro de las obras «menos conocidas» de su colección.

Ayer dio a conocer algunas de ellas en una conferencia que recoge el testigo de la exposición Los objetos hablan, la cual cumple la misma función reveladora, en este caso con el Museo del Prado, y que permanece en el Centre el Carme hasta el domingo. «Es difícil exponer todo lo que alberga el museo y yo trato de descubrir no el gran arte, sino la vertiente más doméstica», advierte el propio Gimilio antes de la conferencia. Su ponencia, por cierto, no era un acto caduco, sino que persigue «que se elabore una muestra como la del Prado».

«Arte dentro del arte»

La ruta que plantea el técnico de arte valenciano incita a imaginar edificios desaparecidos en la ciudad, como el palacio de Mosén Sorell, una joya arquitectónica consumida por las llamas a finales del XIX. «Hay un cuadrito anónimo en el museo que refleja cómo era el edificio», relata Gimilio, «pero además nosotros tenemos casetones que se rescataron, que están siendo restaurados y que se reinstalarán pronto en el museo. Cuando la gente vea ese artesonado, quizás no sepa que viene del palacio», abunda el experto.

Muchas de las piezas que ha escudriñado el técnico presentan una intrahistoria que los conecta ca otras obras del museo. Es el ejemplo de El restaurador, un lienzo de Vicente Borrás (1867-1945) en el que aparecen pintadas otras obras que también forman parte de los fondos del Bellas Artes. Un ejemplo de «arte dentro del arte» que también se aprecia en una obra de Espinosa (1600-1667), sobre una misa en San Pedro Pascual. «La escena está flanqueada por unos candelabros que también están en el museo. Posiblemente el presidente de la academia encargó que se elaboraran candelabros iguales que los del cuadro», explica el conservador.

El rico olvidado

Pero hay otro tipo de arcanos en los recovecos de la pinacoteca. «Mi preferido es Dámaso Alcaraz», confiesa Gimilio. Se trata de un retrato realizado por José Brel (1841-1894) de un potentado valenciano de quien hasta hace poco se desconocía su identidad. «Es una paradoja: encargas un retrato para pasar a la posteridad y resulta que se olvida quién eres», comenta el estudioso.

El frutero que hay tras el protagonista del lienzo, sin embargo, ayudó a rescatarlo del anonimato. «Yo no tenía mucha idea de botánica pero un día vi un documental sobre el azafrán y me di cuenta de que lo que aparecía en el cuadro era la flor del azafrán», recuerda Gimilio, que entonces encontró una nueva vía para su investigación sobre el susodicho, y así descubrió que se trataba del citado Alcaraz, un individuo que se hizo rico gracias al negocio de, efectivamente, el azafrán.

Personajes como este descansaban «en el banquillo de suplentes» del museo y Gimilio les ha dado la oportunidad de reivindicarse. «El 98 % están en los almacenes», advierte Gimilio, que desliza un mensaje para quien quiera escuchar: «Solo necesitamos tiempo y recursos para reunirlos en una exposición».