Hace 50 años que un profesor adelantado a su tiempo, Carlos Lozares, propuso a los alumnos de secundaria de un colegio de Valencia una insólita asignatura: Cine. Estudiamos un manual de cine y el guión de Truffaut, comparado con la novela de Bradbury, de Farenheit 451. E incluso hicimos un corto en 8mm, en un trabajo en el que estaban Pepe Molins y Julio Bustamante (entonces aún Julio Balanzá), y que no llegó a ver la luz.

Lo he acabado 50 años después, porque Leyuad empezó entonces, cuando el cine estaba al alcance de muy pocos. Un buen profesor es el que abre el mundo a sus alumnos, y Carlos Lozares nos enseñó no solo un lenguaje, sino también una inquietud. Soy hijo de esa inquietud, y aunque durante muchos años la encaucé a través del periodismo y la literatura, el cine dormía inquieto en mi corazón. Y fructificó en la película que se presenta ahora en la Mostra de Cinema del Mediterràni. Una película saharaui, rodada entre los campamentos de refugiados de Tinduf y el lugar más hermoso, y mítico, del desierto del Sáhara: Leyuad. La codirigimos Brahim Chagaf y yo, aunque en la sala de montaje, con un trabajo increíble, Ines G. Aparicio, una jovencísima cineasta asturiana, ascendió, con todo merecimiento, al mismo nivel de directora. Brahim Chagaf es la cabeza de una generación que está naciendo en esta década, fruto de la Escuela de Cine Abidin Saleh, de los campamentos de Tinduf. Brahim es, por tanto, el futuro. Y el futuro tiene que tener la base más sólida: el pasado. El pueblo saharaui no es sino la unión de todas las tribus que compartían territorio, costumbres, lengua, camellos y pozos, pero que combatían entre ellas. Y fueron los poetas, los hombres del libro, los que les dieron a todas las tribus una identidad común, la saharaui; la conciencia de ser, todos, saharauis. Leyuad es así una ecuación entre pasado, presente y futuro. Es el viaje de un joven poeta exiliado en Madrid, Limam Boisha, que se da cuenta de que se ha quedado «seco del Sáhara», y viaja a sus raíces para recuperar la esencia de la poesía saharaui. Que no está solo en el pasado, sino en el presente de su suelo. Es la poesía saharaui, sobre todo, descripción de su paisaje, de sus galabba (montañas-corazón), de sus lugares míticos y mágicos. Y entre todos ellos, Leyuad. Todos los protagonistas de esta ficción documental son ellos mismos. Poetas y filósofos que acompañan a Limam hasta el remoto valle de Leyuad a través de un relato, surcando un desierto sin carreteras a lo largo de mil kilómetros, los que separan a los campamentos de la hamada argelina de la auténtica tierra de la poesía.

Que nadie espere a Lawrence de Arabia, aunque el bellísimo paisaje que describe la película bien podría haber sido un escenario más de la de David Lean, porque en Leyuad no hay extranjeros ni estrategias imperialistas. Que nadie espere amores a la luz de las estrellas, porque en Leyuad no hay sino poetas y filósofos de la poesía más pura. Que quien acuda a ver Leyuad espere un paisaje silencioso, murmullos del alma y una música que surge de la tierra y asciende hasta lo universal, a través de la personalísima concepción de Gabo Flores, tan mejicano como saharaui. Leyuad no viene a insistir en el quejido por el dolor del exilio, sino que se dirige hacia la plenitud de la posesión, porque más allá del expolio, esa estrecha franja de terreno liberada por la guerra no es sino el desierto que «se renueva en cada amanecer», eterno y simple. No os podemos prometer más que ternura y verdad. Leyuad es lo que dice su subtítulo: Un viaje al pozo de los versos. Os invitamos a beber de él.