La casualidad ha querido que la Academia Sueca conceda el Nobel a Dylan 50 años después del histórico concierto en el Free Trade Hall de Manchester, donde un anónimo espontáneo miembro de los dylanianos que formaba parte del público le gritó "¡Judas!". A aquel adepto le resultaba insoportable ver cómo se derramaba por el cuerpo de su admirado bardo de Duluth una Fender Stratocaster enchufada a un amplificador.

Entiéndase como dylaniano y de modo jocoso la forma de nombrar a la secta de fans que hasta ese año santificaba la sacrosanta versión acústica del de Minessota y consideraba pecado mortal observar cómo sus dedos acariciaban las cuerdas de una guitarra eléctrica. "No te creo, eres un mentiroso", respondió el premio Nobel desde el escenario. Entonces, Bob Dylan se giró hacia los miembros del grupo, la famosa The Band de Robbie Robertson que le acompañaba entonces en su gira norteamericana y europea, y les ordenó: "Play fucking loud!", tocad jodidamente fuerte. Era el 17 de mayo de 1966 y Robert Allen Zimmerman estaba poniendo un punto y aparte en la música moderna y en la cultura contemporánea.

Ya lo había hecho un año antes en el Festival Folk de Newport (Rhode Island). La electrificación de Bob Dylan había sacudido a la secta tanto como las canciones del autor habían removido las conciencias de los norteamericanos. Hasta ese año, Dylan, paradigma del folk, artista rebelde y adalid de los derechos sociales y la canción protesta norteamericana, era básicamente un artista escrupulosamente acústico. Cuando asomó por Newport, los fans más incandescentes no le perdonaron enchufarse a la red. Habían pasado tres años desde la publicación de su primer álbum y dos desde la salida a las tiendas de The Freewheelin' Bob Dylan, aquél trabajo en el que se cantaban versos como éstos: "Cuántas veces debe un hombre levantar la vista antes de poder ver el cielo. Cuántas orejas debe tener un hombre antes de poder oír a la gente llorar. Cuántas muertes serán necesarias antes de que él se de cuenta de que ha muerto demasiada gente. La respuesta, amigo mío, está silbando en el viento. La respuesta está silbando en el viento".

Acústico o eléctrico, la obra de Bob Dylan reposa sobre centenares de poemas como el anterior a los que el artista puso música, auténticos dodecasílabos de combate destinados a despertar de su letargo a las clases medias norteamericanas de los felices 60 y a escupir directamente sobre los sentimientos y las decisiones de la clase dirigente.

Quienes deciden a quién otorgar el Premio Nobel de Literatura han reparado en que Bob Dylan es más poeta que músico. Con un sencillo vistazo a sus temas más conocidos, es complicado encontrar un buen puñado de canciones con un estribillo claro. La melodía es lo de menos; salir en las radio fórmulas es prácticamente venderse al establishment, lo que cuenta es la palabra y su capacidad de influencia en la sociedad.

Con esos parámetros se han concedido buena parte de los premios Nobel de Literatura del último siglo, de Tagore a Churchill, de Yeats a Bergson, de Hesse a Gide, de Hemingway a Camus, de Sartre a Solzhenitsyn.

Nada en Dylan está escrito al azar o por el mero hecho de casar con la métrica de la melodía musical, factor que habría condenado a Dylan al esclavismo ante sus canciones. Y de la misma manera que detesta ser adorado como el becerro de oro, recela de servilismos, incluidos los de la industria que le da de comer.

No sorprende la reacción popular a la concesión del Nobel. Convertidos en nuevos estandartes de la sabiduría, y derrotada la barra de bar como foro de conocimiento, los habituales habitantes de la redes sociales denostaron el hecho de que un músico fuera merecedor del Nobel, como si de repente Facebook y Twitter nos rebelaran que los mismos que cada día difunden la foto del menú del día, en realidad son expertos en las obras de Kenzaburo Oé, Mo Yan, Svetlana Aleksievich o el mismo García Márquez, por citar a algunos Nobel recientes. La ironía nada original de que el año que viene se lo den a Sabina tiene tanto sentido como que éste país entienda las canciones de Bob Dylan, por muchos planes educativos que se le ocurran a los gobiernos para que la población hable y entienda el inglés. Que Joaquín Sabina es un letrista genial nadie lo duda, pero la distancia con Dylan, su trascendencia cultural más allá de las canciones y de las fronteras, o los cambios sociales que ha generado su poesía, están tan cerca como Úbeda de Minessota.

Acostumbrados a una imagen vetusta de la Academia Sueca, hay que reconocer que el Nobel de Literatura para el autor de 'Just Like a Woman' representa todo un reconocimiento al rock and roll como elemento vehicular de la poesía y como pieza clave para la difusión de una lírica y de una épica que no habrían llegado a miles de millones de personas de no ser porque gente como Dylan les puso música.

Se veía venir. El nombre de Dylan había salido en tantas quinielas de los Nobel como el del canadiense Leonard Cohen. De hecho, éste último, poeta de origen, se moría de hambre como rapsoda hasta que una de sus amantes (la noruega Marianne Ihlen de So long Marianne) le convenció a comienzos de la década de 1960 de que pusiera música a aquellos versos si quería sobrevivir. Por fortuna, le hizo caso.

Algo comenzó a cambiar aquel día de mayo de 1966 cuando de entre el purista público de Manchester alguien llamó 'Judas' al poeta de Duluth. El premio Nobel no ha redimido aquella traición. Lo hizo el mismo Bob Dylan cuando ordenó a sus músicos tocar más fuerte y comenzó a sonar Like a rolling stone, la que dicen es la mejor canción de todos los tiempos.