Los sueños fueron la guía original del ser humano en la gran oscuridad». C. G. Jung. Un monstruo viene a verme es una de esas películas que rozan el consenso general de satisfacción por parte del gran público. La mayoritaria aceptación y éxito de esta novela llevada al cine por J. A. Bayona, no descansa a mi entender en el reflejo social y la conmoción que suscita una circunstancia tan humana como el retrato cinematográfico del drama de un ser amado aquejado, a destiempo, por un inoportuno e incurable cáncer. Una mujer urgida a sobrellevar dicha trágica circunstancia vital, a la vez que trata de ayudar a su hijo de 12 años a hacer lo propio.

La razón de fondo del acierto creador en esta dramática historia, está en el reconocimiento intuitivo (arquetípico) de que las verdades de la vida son tan imprescindibles como el alimento o el abrigo, y que ellas se encuentran más allá de las superfluas composturas y formalidades con las que creemos poder valernos al encarar y solventar asuntos existencialmente críticos, que exigen de nosotros una respuesta, de cuya solvencia y suficiencia depende nuestra salud anímica y bienestar, una respuesta que debe emerger de las profundidades de lo que somos, de nuestra propia y genuina mismidad. En la película a la que nos estamos refiriendo, un niño es visitado cada noche por un monstruo, empeñado en curarlo de su impostura ante el dolor de los acontecimientos entrevistos.

Este monstruo es su misma psique inconsciente, tan arcaica como natural. Resulta sintomático y elocuente que las oscuridades primitivas de la vida mental (lo inconsciente), de donde surge lo humano racional (la consciencia del yo), sea caracterizado por un monstruo, ya que para el común de los mortales, la verdad (o verdades de la vida) suele representarse como algo terrible, monstruoso. Evitar o reprimir la verdad se torna peligroso para nuestro equilibrio mental, incluso a veces para la propia continuidad de la vida. El monstruo primitivo, la naturaleza primordial, visita cada noche a Connor, el niño de la película, exigiéndole ser atendido y escuchado. Su alma inconsciente quiere relatarle tres historias y escuchar del niño una cuarta, su historia, su verdad. A través de las mismas y no sin resistencias, la consciencia del niño va asumiendo la relatividad del bien y del mal (a través de las narraciones animadas del monstruo), y descubriendo sus cándidas estrategias neuróticas encaminadas a evitar el dolor y el sufrimiento natural de la vida.

Su actitud, clave de toda madurez y progreso psicológico, va tomando así nuevos alientos y criterios para encarar las emociones y alumbrar la respuesta decisiva, aquella que pondrá fin a una recurrente pesadilla: el cementerio se llena de grietas con oscuros abismos subterráneos engullendo a su madre, mientras Connor la sujeta a duras penas con su mano. Los encuentros del niño con el monstruo, con su propia psique inconsciente natural, van arrojando cada vez más luz acerca del motivo de los relatos, salvar al niño del rechazo e intolerancia anímica a la verdad: Connor sabe que su madre va a morir (siempre lo supo), e incluso desea que esto suceda cuanto antes. Dos verdades de difícil digestión psicológica para él, pero imprescindibles de integrar para poder superar el impasse que su disociación neurótica le supone, afrontando de manera natural la inevitable pérdida de su madre.

La cuasi insoportable tensión entre una frágil y atemorizada consciencia (la subjetividad consciente del niño) y la penetrante sabiduría del trasfondo psíquico inconsciente (el sí-mismo arquetípico) representado por el monstruo que da título a la película, se resuelve en la catarsis del último encuentro del niño con el monstruo en el cementerio adonde éste acude desesperado en busca de una imposible solución curativa para la madre. En la cúspide de su dolor anímico, y bajo una extremada presión del monstruo (su inconsciente), el niño resuelve aceptando la verdad que hay en su corazón: la inminente muerte de su madre y su humano deseo de que todo acabe cuanto antes. Es entonces cuando el niño acude a despedirse abrazando a su madre en situación terminal, desde la plenitud de su amor y dolor hacia ella, justo a la misma hora en que tenían lugar sus nocturnos encuentros con el monstruo. Por último, resulta reconocible la acción terapéutica natural y espontánea de la imaginación activa (Jung) en las recreaciones pictóricas en las que Connor se zambulle día tras día, así como en el encuentro redentor con el cuaderno de dibujos de su ya fallecida madre, donde el niño descubre que los motivos de sus sueños y fantasías eran compartidos por su madre, evidenciándose así la interconexión inconsciente transpersonal: la oculta trama de vida.