Ahora que el populismo vuelve a ser objeto de análisis político, pasen y vean a Vicente Blasco Ibáñez. Él sí que sabía de populismos. Y de un éxito político que para sí querrían hoy a quienes se coloca la etiqueta de populistas. Sacar la política a la calle. ¿Otra consigna que suena actual, a Pablo Iglesias, el de Podemos? Pues ese fue el éxito de Blasco (Ibáñez, el auténtico Blasco): llevar la política a la calle, hasta las clases excluidas hasta entonces del juego palaciego de la política de la Restauración. Otra palabra que hoy se escucha con frecuencia, restauración, y que estaba cargada de contenido peyorativo a finales del siglo XIX.

Por ahí aparece nuestro Blasco. Un populista como él solo podía llamar a su diario y medio de conexión (o manipulación) con las masas El Pueblo. Porque ese iba a ser el destinatario de nuestro escritor de éxito, escritor también para masas, el primer autor de best-sellers, el creador feliz con su éxito social y económico y odiado por esa misma razón por esa generación impregnada de tristeza existencial etiquetada como del 98.

El Pueblo fue Blasco Ibáñez. Él fue su fundador en 1894, el que dotó a la publicación de un sello político tal como él entendía el republicanismo: anticlerical, contra la casta política del momento, emocional, heterodoxo y transversal. Una concepción tan particular que llevó a que la etiqueta que mejor definía a sus seguidores fuera la de ´blasquistas´, con la que se entendía que eran republicanos, claro, pero algo más.

Y fueron miles. Una mayoría. Los mítines del escritor desde el balcón de la sede del diario eran multitudinarios. Quedan las fotografías.

Que El Pueblo acabara apoyando en la II República a la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas) y, después del 18 de julio de 1936, a los militares sublevados contra el Gobierno, explica algunos avatares del devenir posterior de la política valenciana tras el paréntesis oscuro de la dictadura franquista.

Así son las cosas. El republicanismo blasquista triunfó socialmente en Valencia en el primer tercio del siglo XX y fracasó precisamente cuando llegó la II República. Puede parecer una paradoja, pero en realidad es la consecuencia de su esencia populista. Lo explica el historiador Ramiro Reig. El profesor jubilado de la Universitat de València es posiblemente el que más atención ha puesto sobre el blasquismo. Este aspiraba a ser un todo, explica a Levante-EMV, sin distinciones ideológicas (todos contra la monarquía, la Iglesia y la oligarquía política) y eso ya no tenía cabida una vez que la República se convierte en una realidad. Aparecen los matices y así acabó excluido del Frente Popular.

Blasco fue posiblemente un populista sin saberlo. Al menos sin ser consciente del concepto, señala Reig. Pero el blasquismo cumple a pies juntillas las condiciones clásicas de los movimientos populistas: aparición en un momento de desagregación social (la Restauración), con los cauces de representación política rotos y el pueblo (siempre el pueblo) alejado de las tribunas del poder. Fue también elnfrentamiento de una masa, compacta y sin segregaciones ideológicas, contra unos pocos a través de un discurso basado en emociones y valores éticos y no en compromisos políticos, y presencia de un líder carismático. Ese es Blasco.

No es difícil advertir que hay bastantes paralelismos con el panorama social actual, con una importante desafección social hacia la política tradicional (miremos el triunfo de Trump). Otra cosa es presuponer que Blasco Ibáñez estaría hoy en Podemos disputándole protagonismo a Pablo Iglesias. Fundamentalmente porque el novelista era en el fondo un conservador, como advierte el historiador Reig.

A diferencia de los triunfadores populistas de hoy, Blasco no tocó poder ejecutivo. Su Partido de Unión Republicana Autonomista (PURA) fue hegemónico en Valencia hasta la II República y él fue elegido diputado en siete ocasiones (hasta que se cansó), pero ni fue ministro ni gobernador. Posiblemente, lo mejor que le pudo pasar a un rebelde romántico tan afecto a la buena vida como lleno de contradicciones, capaz de presentarse con pistola en el Congreso, fue no tener que descubrir en sus propias carnes que el poder ensucia fácilmente.