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Crítica

Más allá del postureo

Plácido Domingo es un milagro; compone un Giorgio de empaque, aportó el dramatismo que tanto faltaba

Una de las escenas de 'La Traviata'.

«La Traviata»

Palau de Les Arts (Valencia)

De Giuseppe Verdi. Ópera en tres actos (el segundo dividido en dos cuadros), con libreto de Francesco Maria Piave, basado en «La dama de las camelias», de Alexandre Dumas (hijo). Reparto: Marina Rebeka (Violetta Valéry); Arturo Chacón (Alfredo Germont); Plácido Domingo (Giorgio Germont); Anna Bychkova (Flora Bervoix); Olga Zharikova (Aninna); Moisés Marín (Gastone), etcétera. Coro de la Generalitat Valenciana. Dirección de escena: Sofia Coppola (reposición: Marina Bianchi). Escenografía: Nathan Crowley. Vestuario: Valentino Garavani, Maria Grazia Chiuri, Pierpaolo Piccioli. Coreografía: Stéphane Phavorin. Director de coro: Francesc Perales. Dirección musical: Ramón Tebar. Entrada: 1.774 localidades (lleno).

Fecha: Jueves, 9 febrero 2017 (se repite 12,15, 18, 21, 22 y 23 febrero).

Más allá del postureo provinciano y un puntito nauseabundo que reinaba a ambos lados del telón, el regreso de La Traviata de Giuseppe Verdi al Palau de les Arts ha sido discreto y alejado de las versiones excepcionales que no hace tanto dejaron Zubin Mehta y Lorin Maazel en el mismo escenario. Sólo la Violetta Valéry notable „que no sobresaliente„ de la letona Marina Rebeka y el siempre grande Plácido Domingo „en esta ocasión en el rol baritonal de Giorgio Germont„, alcanzaron el nivel de emoción y excelencia propio de las grandes funciones operísticas.

Marina Rebeka ya dejó constancia de su clase en este mismo escenario cuando hace siete años interpretó bajo la dirección de Mehta el rol de Micaela en Carmen. La voz y la artista han crecido aún más, pero un papelazo como el de Violetta, tan cargado de tradición y referencias excelsas, requiere mayor intensidad dramática, más énfasis en cada detalle y en cada frase. Más poner la carne en el asador. En el canto y en los recitativos, tan fundamentales en este personaje verdiano. Su Amami Alfredo parecía más salido del cerebro que del alma, o la tibia lectura de la carta, Teneste la promessa o el Addio del passato. Pero su interpretación fue in crescendo, hasta alcanzar un creíble y conmovedor final, e imponerse a una escena simple, plana, simétrica y sin perspectiva que en absoluto contribuía a otorgar dramatismo.

Tuvo a su lado un Alfredo discreto y justo de recursos, encarnado por el tenor mexicano Arturo Chacón, con problemas de afinación, particularmente en el primer acto. Su gran momento vocal De´miei bollentini spiriti pasó sin pena ni gloria, inmerso en la atonía general de una actuación que hizo añorar a tantos grandes Alfredos de la historia, desde Alfredo Kraus al propio Plácido Domingo. Tampoco contribuyó a otorgar credibilidad su expresividad desfasada y ñoña, a la vieja escuela, agitando los brazos al son del fraseo. Evidentemente, no contó con la ayuda de la dirección de escena, firmada por Sofia Coppola y que verdaderamente era elemental y naíf, empeñada en repetir clichés y copiada de allí y de allá a lo largo de toda la representación.

Plácido Domingo es un milagro. De verdad. Después de haber sido Alfredo ni se sabe cuántas veces y de haber dirigido innumerables funciones de La Traviata, compone ahora un Giorgio Germont de empaque, personalidad y gran nobleza. Que aportó a la función el dramatismo y dimensión artística que tanto faltaba. Su color de voz inconfundible mantiene en el nuevo registro baritonal la calidez, belleza y expresividad de siempre. También esa proyección y ese fraseo que le han hecho únicos. Incluso el fiato, tan magistralmente dosificado, resulta ciertamente portentoso en un artista de su gigantesca y larga carrera. Su Di Provenza il mar, il suol€ marcó el momento álgido de la noche y quedará en el público como testimonio del cantante más completo, longevo y versátil de la historia de la música.

La escenografía de Nathan Crowley no aporta nada. Es simple, tópica y se limita a enmarcar una acción discretamente regida. La escalera del primer acto „que no conduce a nada„, la casa de campo del segundo, el salón de la fiesta o el dormitorio de Violetta, con una fea cama plantada en mitad del escenario€ todo manido, ya visto y sin ese punto de excelencia „Visconti, Zeffirelli„ que una puesta en escena tan clásica requeriría para deslumbrar y resultar creíble. Para colmo, el mal gobernado ritmo teatral quedaba truncado por tres largos entreactos que en absoluto justificaba la sencilla escenografía. ¡Casi se estaba más tiempo en pasillos y ambigús que en la función! Aunque, visto lo visto, igual se han hecho intencionadamente para promocionar el dichoso postureo.

El publicitadísimo y vistoso vestuario, diseñado al alimón „así lo indica el programa de mano„ por Maria Grazia Chiuri, Valentino Garavani y Pierpaolo Piccioli se mueve también en la convención más añeja. Destacan, sí, los diversos y estilizados trajes de Violetta „salvo el del segundo acto, con un camisón de «pura lencería» que parecía empeñado en convertirla más en el pagliaccio Canio que en la joven enamorada que ha abandonado la vida mundana mundo para volcarse al amor en su casa de campo„, pero eso de uniformar más o menos igual a todas las invitadas a la fiesta del primer acto resulta tan simple como aburrido.

Ramón Tebar dirigió desde el foso con tanta vivacidad, energía y dominio como poca magia, seducción y singularidad. La Orquesta de la Comunitat Valenciana, bajo su gobierno, sonó en su acostumbrada línea de calidad, como también el Coro de la Generalitat en su importante cometido vocal y escénico. Exitazo, aunque el público, al final de la función, miraba más al patio de butacas y a tanto famoso, famosillo y mindundi que al escenario sobre el que saludaban los artistas. ¡Ah! Asistió la Reina Emérita y una escandalosa corte de guardaespaldas y policías incluso más numerosa que el conjunto de artistas y músicos que había sobre el escenario y en el foso. ¡Qué cosa!

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