Ahí donde lo ven, agrietado, a sus 95 años, pidiendo la jubilación después de siete décadas de servicio público a la Corona, Felipe de Edimburgo ha sido desde siempre una de las mejores perchas del Reino Unido. De origen alemán supo mantener como nadie la figura del gentleman inglés hasta el punto que el desacuerdo mayor con sus asistentes ha sido empeñarse en llevar doblado el pañuelo de su chaqueta mientras ellos lo hubieran preferido abullonado. Un tipo peculiar, cruel y tierno, a la vez, con los subordinados, famoso por sus numerosas meteduras de pata y su imprudencia verbal. El otro día admitió que no podía mantenerse de pie, haciendo gala por una vez en la vida del famoso proverbio de que el alma no puede absorber lo que el culo es incapaz de aguantar.

El culo ha estado desde el primer momento por delante del alma en el duque de Edimburgo. Nacido en la isla de Corfú (Grecia), siendo un bebé tuvo que huir de allí camuflado en una caja de naranjas en un barco de la Royal Navy. Quienes hayan visto la primera temporada de la sensacional serie de televisión británica «The Crown» recordarán la veces en que el esposo consorte de Isabel II trae al recuerdo las dificultades por las que atravesó su familia, para recordarle a la Reina lo complicada que resulta en algunos casos la supervivencia de las monarquías condenadas por algunos pueblos al exilio.

En su caso, Felipe de Edimburgo, príncipe de Grecia y Dinamarca, conde de Merioneth, barón de Greenwich, caballero de la Insigne Orden de la Jarretera y de la Antiquísima y Nobilísima Orden del Cardo, gran maestre de la Orden del Imperio Británico y de la Gran Logia Unida de Inglaterra, llegó al pragmatismo cínico tras haber reclamado insistentemente un papel más relevante en la Corona. Cuando no lo pudo obtener, en la medida que él deseaba, se dedicó a cumplir profesionalmente el que tenía asignado de secundario, y reservó un espacio para sus amoríos particulares, que pese a ser notorios y muy diversos jamás derivaron en escándalos sonados.

Digamos que Felipe de Edimburgo ha encarnado la discreción entrecomillada que correspondería a un personaje que busca sobresalir y al final se resigna a mantener públicas las virtudes y privados los vicios. La Reina, dicen, aprendió a tener en cuenta sus consejos y a valorar algunas de sus opiniones. Al principio de la relación fueron audaces y hasta modernizadores, al final todo lo contrario. No siempre lo hizo como una concesión al matrimonio y a su marido.

La firme voluntad de mantener a la familia unida por parte del Duque tampoco ha sido, según cuentan los analistas de las historias reales, por un simple compromiso con el deber y la obligación de evitar escándalos. Su niñez no fue del todo fácil. Cuando necesitó un padre allí no había nadie. Tuvo una infancia solitaria. El matrimonio de sus progenitores se había desintegrado. Su madre lo abandonó para unirse a una orden religiosa. Su padre se apartó de él, sin más, y de ese modo creció dando tumbos por los internados.

Isabel II lo eligió antes de conocer a cualquier otro, y él enseguida se aferró a la seguridad muelle que le ofrecía la Corona después de haber vivido años inciertos en el alambre. Quizás también por ese motivo y por su infancia desdichada, se le atribuye el empeño de haber intentado hasta el último momento salvar el matrimonio entre Carlos y Diana, aunque finalmente no pudo evitar que las uniones de sus hijos fuesen todas ellas infelices.

En meteduras de pata no se conformó con ser consorte, ha sido el rey. Con los años rebajó el tono de sus comentarios improcedentes. Mantuvo, no obstante, su percepción ácida sobre la prensa. En 1966, en plena efervescencia de su humor desinhibido, dijo en un acto en la República Dominicana: «Vosotros tenéis mosquitos, nosotros periodistas». En Gibraltar, más tarde, comparó a los reporteros con los monos y arrojó cacahuetes a los fotógrafos.

Su leyenda más negra no impide, sin embargo, extraer conclusiones de cierta conducta generosa hacia sus semejantes. Cuentan que una vez al volcar un coche de caballos lo primero que hizo fue preocuparse por el estado del cochero. No faltaron maledicentes -entre ellos, con toda probabilidad, algunos de los periodistas que tanto detesta- dispuestos a asegurar que la Reina se habría ocupado primero por la salud de los caballos.