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La València que nunca dormía

La sorprendente exposición del fotógrafo García Poveda en La Nau muestra el empuje artístico que tuvo la capital valenciana desde mediados de los ochenta hasta finales de los noventa

La València que nunca dormía

València tuvo su movida propia. Entre mediados de los ochenta y finales de los noventa, la ciudad estaba más viva de noche que de día. Bajo el optimismo por el recuperado autogobierno, hubo una larga generación que dormía poco, trabajaba mucho y se divirtió como nunca. Sin restricciones horarias, ni falsas polémicas con las terrazas y sin autobuses nocturnos, por supuesto.

Nadie mejor que José García Poveda, El Flaco, supo retratar esa época. La crónica gráfica de aquellos años donde en València no se dormía está colgada ahora en una sala de exposiciones de La Nau, próxima a la efigie de Joan Lluís Vives que preside el vetusto claustro universitario. El Flaco supo combinar dos virtudes esenciales, mirar la ciudad con ojos nuevos y alargar su jornada laboral hasta al amanecer.

Después de contemplar «La València d´El Flaco» sales más joven. Más de doscientas fotografías y fotomontajes en una exposición que repasa la vitalidad de una de las ciudades más mediterráneas del mundo, y por tanto, una de las más granujas. Allí se plasma la vitalidad urbana que estrenaba Festival del Cine, Trobada de Música, levantaba el Palau de la Música y el IVAM. Provocando que la noche se llenará de visitantes ilustres. Igual tiene razón la escritora María García-Lliberós, cuando dice que desde el concejal Vicent Garcés ningún otro ha tenido un plan cultural para esta ciudad.

El eje de Cavallers

Además de las primeras autoridades de entonces (Ricard Pérez Casado, Clementina Ródenas, Rita Barberá) y concejales como Vicente González Lizondo y Mayrén Beneyto, El Flaco muestra esa València noctambula que convivía sin problemas con sus vecinos.

Igual que el origen romano del cap i casal, García Poveda toma el eje de la plaza de la Mare de Déu para continuar por la calle Cavallers para plasmar las largas noches durante todo el año. A la izquierda, locales míticos como La Marxa, dos plantas unidas por una míticas escaleras, donde muchas noches ejercía de anfitrión Joan Monleón vestido de huertana. Aquel palacete del XVII fue a su vez una de las salas de exposiciones más vanguardistas.

Uno de los mejores oasis de ese margen era el antiguo Café Negrito. Todavía en pie, pero renovado. Y allí uno de los iconos del momento, Blanquita. Aquella mujer jienense, amiga de artistas, canallas y demás gente de mal vivir, tenía uno de sus despachos. Buscaba forasteros o algún indígena pasado de copas para tirar las cartas. Conocía tan bien a los habituales que en función de como iba la noche, les daba un trozo del rollo de papel higiénico que llevaba junto al delantal, o te gritaba que te fueras ya a casa.

A Blanquita también se la veía en el primer Café Lisboa. El local que abrió Toni Peix, donde se reunía el valencianismo gobernante, el periodístico y hasta el extraparlamentario en perfecta comunión espiritosa. Cuando Peix montó en los bajos del Rialto el mejor garito que se recuerda, Pep Benet y Toni Rodilla, mantuvieron el pabellón del Lisboa muy alto. Ahora el café, reconvertido en bistró se funde con la Lonja en la plaza del Collado.

Tras el Tossal

El barrio del Carme disponía de amigos auténticos y detrás de las calles de Dalt y de Baix la noche se hacía muy heavy. Aunque persistían mesas donde se arreglaba el país, como L´Aplec que alumbró el pintor Paco Munyoç. En la calle Corona estaba La Torna, y cerca la discoteca Tres Tristes Tigres, que aunque cambiaba de nombre cada dos por tres, todo el mundo seguía llamando con la triple consigna.

El Carmen bullía entre poetas de Cavallers de Neu, que apadrinaban Alfons Cervera y Uberto Stabile, y por sus callejuelas se acercaban Juan Gil-Albert, Manolo Vázquez Montalbán o Ricardo Muñoz Suay. Y Manolo Valdés proyectaba un estudio imposible, y desde la Parpalló, que dirigía Artur Heras, pasaban artistas que entonces eran emergentes. Y el estudio de Francis Montesinos, por donde paseaban de vez en cuanto Antonio Gala, Pedro Almodóvar o Miguel Bosé.

Con la llegada del verano, València se abría más al mar. La Malva-rosa, todavía sin su paseo marítimo actual, disponía de su particular Casablanca (los adolescentes la conocen hoy como Akuarela), un local de baile con orquestina que descubrió su vertiente más californiana cuando destapó su terraza con hamacas en la arena.

La 'ruta'

En la otra parte del puerto, en paralelo a la carretera del Saler, donde se habían instalado algunas discotecas al aire libre, surgió el fenómeno de la «ruta del bakalao», la gran aportación valenciana al ocio internacional, donde la trilogía de sexo, drogas y rock & roll, se podía comprar a peso y en pildorillas.

Spook, Barraca, Chocolate, Puzzle, NOD y ACTV eran las mejores, y hasta allí se iba El Flaco en sus inicios, cuando todavía València estaba en el mapa de los conciertos y luego era habitual encontrar a los famosos cerca del mar. Aquello que duró más de una década tuvo su máximo esplendor con Chimo Bayo y el nacimiento de los DJ´s como figuras de la radio.

El Flaco, igual sin darse cuenta, ha construido el relato gráfico del fin del siglo XX en esta orilla del mediterránea, donde se observa una ciudad abierta, trasgresora, divertida, noctambula y tan vanguardista que puede mezclar a Joan Fuster con Rosita Amores, a Lluís Llach con Miguel Bosé, y a Francis Montesinos con Manolo Martín. Siempre nos que-dará...

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