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Festejos taurinos

Ureña le enseña el carnet a «Pastelero»

La corrida de Miura cierra esta tarde un ciclo que ha destacado más por sus sombras que por sus luces - Casas tiene mucho trabajo por delante

Ureña le enseña el carnet a «Pastelero»

Un animal fiero y un torero macho que le haga frente. Ésa es la mejor promoción para la fiesta de los toros. Si hay riesgo y entrega, se termina con la monserga de los quilos, del «baja tú», los pañuelos azules y la pseudo dificultad de lograr un triunfo en Madrid. La casta, señores, la casta. Y un tío dispuesto a jugarse el pellejo. Podemos discutir sobre los apellidos de la primera, incluso sobre su nombre, pero nunca dudar de las emociones que provoca. Y la emoción es la base de este espectáculo.

Fue dejarse ver «Pastelero» en el ruedo y ya estaba Ureña con el carnet en la boca por lo que pudiera pasar: «Permiso y documentación, por favor», pareció preguntarle el toro. «Sí, claro; aquí los tiene», le replicó en un diálogo imaginario el diestro. Para empezar, una serie de verónicas encajado con el animal, jugándole los brazos e intentando alargarle la embestida, que el burel admitió con temperamento y actitud desafiante. Ésas fueron las características fundamentales del victorino. Un ejemplar de un motor y trapío impresionantes -sin los quilos de más que tanto parecen molestar a los taurinos- que solo un torero con la disposición del lorquino es capaz de gobernar.

Si la fiereza era el ingrediente básico del astado de la «A coronada», el temple y la firmeza fueron las principales armas del coletudo. La capacidad de entrega de Ureña está hecha a prueba de bombas. Hay que tener un valor innato para aguantar los trallazos que disparaba el animal por el pitón derecho y encauzarlos con el mando y exposición del que hizo gala el murciano. Exposición, sí, pero también permanencia, ojo; porque si difícil fue aceptarle el órdago al bicho, mantener la quietud y la serenidad en esos terrenos está al alcance de muy pocos matadores del escalafón actual que, además, se dicen figuras.

La lucha a cuerpo limpio por el derecho, por el izquierdo era necesario armisticio para volver a la batalla por el pitón contrario unos segundos después. Una guerra sin cuartel hasta la estocada final. ¡Y qué estocada, oigan! De una sinceridad arrebatadora en el diestro y de una resiliencia -¿se dice así ahora, no?- admirable en el cornúpeta. Lástima que los efectos de este último encuentro, en el que colisionan líneas, en el que ambos oponentes descubren sus puntos más débiles, no derrotara definitivamente al victorino. Pese a todo, el lío con el descabello y los dos avisos presidenciales, una aclamada vuelta al ruedo de Ureña consagrado como un dios de carne y hueso en la cátedra del toreo.

Otro de los sucesos grandes de la semana ha sido, sin duda, la faena de Juan del Álamo al tercero de los toros de la ganadería de Alcurrucén. Trasteo nada sencillo en su planteamiento, ya que la nobleza y la clase del burel debían ser conducidas con firmeza y singular acople. Se puede objetar que el toreo fue excesivamente lineal y que a la obra le faltó la profundidad que hubiera terminado de levantar al respetable de sus asientos. Dicho lo cual, las dos orejas del toro deberían haber viajado al esportón del torero de Ciudad Rodrigo con la justicia que demanda este espectáculo cuando se pone la verdad -la de cada uno, por ínfima o humilde que sea- por delante de los gustos del presidente, que se equivocó claramente al no saber interpretar con la debida sensibilidad las virtudes que atesoró tan importante obra. La más contundente de cuantas ha realizado el salmantino en Las Ventas.

Con todo, salió el sexto toro de agresiva condición, y expuso del Álamo en busca del trofeo que le había negado el palco. Pocas veces se ha visto durante esta feria a toda la plaza empujando desde el tendido para que el coletudo cumpliera el destino de abrir la puerta grande más importante del planeta taurino. Al final, se hizo justicia.

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