Minutos antes del concierto del martes en la Plaza de Toros de València, mi primo Quique "Parra", que es el más sabinero de l´Eliana y uno de los 373.500 más sabineros de toda España, me advirtió: ojo con escribir nada malo del maestro. Claro, aquello ya condicionó de manera decisiva la crónica esta que van a leer, porque Quique "Parra" es mi primo y no voy a llevarle la contraria. Pero es que, además, cuando apenas habían pasado unos segundos desde que Joaquín Sabina apareciera sobre el escenario al ritmo del "Begin the beguine" de Cole Porter (atención al toque sutil de aquí el resucitado) yo mismo me dije que ojo con escribir nada malo del concierto de este hombre que ya tiene pancheta y cejas de señor mayor aunque bajo el bombín se le derrama un pelazo envidiable.

Y conforme la actuación fue avanzando confirmé mi decisión, por el artista, por el sabinero de mi primo y también por esa pareja de sesentones que se miraban con ojitos de "esta noche tralarí tralarí" mientras escuchaban "Y nos dieron las 10"; o por esa familia bien que quiere a Sabina porque les recuerda a ese tío un poco golfo que aún vive con su madre y que bebe gintonics en vaso de tubo; o por esos macarrillas de un pueblo de l´Horta Nord cuya esperanza vital es que si Sabina tiene ya 68 años y mira tú lo que ha vivido, por qué nosotros no vamos a conseguirlo también€ Y, sobre todo, no voy a escribir nada malo de Sabina por deferencia ese adolescente extraño y pedantón que un día fui y que, un cuarto de hora antes de volverse imbécil gracias a los Ramones, se aprendía sus letras aunque en una de ellas rimara "silencio oscuro" con "déjame veinte duros".

Pero venga, vayamos a la crónica. El artista, queda dicho, apareció sobre el escenario con el "standard" de Cole Porter sonando y un video montaje de noticias de prensa (algunas verdaderas y otras no) recordando tiempos pasados y que Sabina, señoras y señores, es un crápula, y un trovador urbano, y un letraherido que ha fumado mucho y tal. Y mientras se leía todo eso en pantalla, se empezó a escuchar la voz aguardentosa del artista negándolo todo, desde la leyenda del suicida hasta la del bala perdida. Pero eso a su público le da igual, porque Sabina tiene su público como lo tenían las folclóricas de antes, de los de no hacer falta escuchar a nadie más, una feligresía que se ha hecho su propia imagen del ídolo a base de tomar sus letras como la palabra de dios, dándole igual si es inspiración o ficción, si de verdad frecuentó a las magdalenas o prefirió quedarse en casa, o de si realmente hubo un pueblo con mar, una noche, después de un concierto.

Joaquín advirtió después de una de esas reverencias con sonrisa canallesca que le salen tan bien, que en la primera parte iba a torturar un poco a público con alguna de las canciones de su nuevo disco. Así pues, nada más que añadir por mi parte, señoría, a lo ocurrido en este primer tramo del concierto. Solo que, efectivamente, el respetable -que es muy de corear- coreo lo justo las nuevas canciones (tampoco, suponemos, le habrá dado tiempo a aprendérselas bien), y aplaudió lo normal, y se levantó de sus asientos esporádicamente y quien lo hizo seguro que fue para demostrar que es tan sabinista (o sabinero) que incluso le gusta el disco nuevo. Que oigan, tiene cosas que sonaron bastante bien, como ese confesional (se supone) "Lo niego todo", que da título al álbum, o la también confesional (también supongo) y springsteentiana (con permiso) "Vivir para cantarlo".

Bueno, pues parece que el concierto se planteó como las bíblicas Bodas de Caná, dejando las mejores canciones -o, por lo menos, las más conocidas y coreables, las que han hecho de Sabina el héroe folclórico nacional- para el final. Antes, de todas formas, el artista se tomó un descanso mientras su "familia" de la banda (así los definió) tomó protagonismo. Mara Barros cantó con voz bien temperada "Hace tiempo que no me hago caso", escrita para ella por el jienense, que a su vez se basó en una frase que le soltó García Márquez la última vez que estuvo con él. No todos los feligreses de Sabina la escucharon, porque algunos aprovecharon el mutis del protagonista para ir a refrescarse o echar un meo. Después le tocó a Pacho Varona, que si Sabina es el tío canalla, Varona es el colega del tío canalla que se presenta con él a la paella familiar sin dormir y con las gafas de sol puestas. El guitarrista se encargó de levantar por primera vez de forma unánime al respetable entonando "La del pirata cojo".

A partir de ahí, el Sabina que había venido a presentar su nuevo disco dio paso al Sabina que, como ya se ha dicho por aquí, es el gran clásico del folclore español. Fue, efectivamente, otro concierto. A Joaquín ya no le hacía falta forzar demasiado la voz (de hecho, la lija en la garganta se había suavizado notablemente) porque los cientos de personas que llenaban la grada de sombra y el ruedo de la plaza de toros se encargaban de cantar una a una esas sus canciones que forman parte decisiva de la vida de muchos: "Una canción para la Magdalena", "El bulevar de los sueños rotos", "Y sin embargo" (con su prólogo coplero para reafirmar el vínculo del repertorio sabinero con todas las tragedias populares del cancionero español), "Ruido", "Peces de ciudad", "19 días y 500 noches" (curiosamente, una mujer sentada a unos metros de mí le dedicó una orgullosa peineta a Sabina al empezar y acabar la canción, algo le habrá hecho), "Aves de paso"€ A continuación, el cantante se regaló otro descanso, que aprovecharon su guitarrista Jaime Asúa y su hombre para todo Antonio García de Diego para cantarse algo. Y enseguida volvió el maestro para rematar la faena con esa ristra de frases de tatuaje que es "Noches de boda" y con "Y nos dieron las 10", que es un himno popular y un temazo fácil y sentimentalón, pero un temazo al fin y al cabo.

Se notaba que el público estaba disfrutando de ese hombre al que seguramente han visto en otros diez o veinte conciertos y al que tienen como alguien cercano,por el que se preocupan cuando está malito y al que le pagarían todas las rondas que quisiera si se lo encontraran en la verbena del pueblo. "Princesa" llevó la nostalgia sabinera (o sabinista) a su máxima expresión€ Y, de repente, todo se acabó. Cuando la erección musical era máxima, la banda se adelantó en el escenario y se despidió con cariño y educación. No hubo bises, como sí los ha habido en otros conciertos de la gira. Fue como si alguien entra en tu habitación y enciende la luz mientras tú estás ahí con tus cosas. Silbidos, pitos, otra, otra, pero nada. Solo los pipas retirando los instrumentos. El colega canallita, del que esperas que te haga compañía por lo menos hasta después de que la fiesta se acabe, se ha marchado mientras tú estás en la barra pidiendo otra y te ha dejado en diagonal y con cara de tonto. Pues habrá que irse también a dormir.