El hombre que aún quería al teatro pero ya no se acostaba con él. Quizá sea mejor titular para concentrar el espíritu de José María Morera, piensa el redactor, siempre confuso a la hora de la tipografía gruesa. Morera... Si una persona tuviera que resumirse en un gesto, Morera sería una sonrisa, que contenía tanta picardía como inteligencia. Y recuerdos de un mundo de apreturas y sueños de libertad cada vez más borroso. Morera, si se nos permite añadir algo más, era un magnífico conversador, gesticulante como buen hombre de teatro y dueño de silencios elocuentes. Morera se ha ido así a los 83 años, en medio de un gran silencio tras una etapa de progresiva desconexión mental. Se va sin entierros ni ceremonias públicas. Por decisión personal, sus cenizas serán lanzadas al Mediterráneo.

Quizá en los tiempos de las tuitnovelas, el nombre de José María Morera diga poco a los jóvenes culturetas, pero sería difícil explicar la cultura valenciana de la última mitad del siglo XX sin citarlo.

Por extractar: fue fundador del Teatro Universitario en las aulas de La Nau, se codeó después en Madrid con los renovadores de la escena española, introdujo a Sartre o Albert Camus en el repertorio del teatro español, moldeó a algunos grandes cómicos, fue dos veces Premio Nacional de Dirección...

Y después, cuando regresó en 1988 a València («la decisión más valiente que he tomado en mi vida», confesó a María José Muñoz Peirats en una entrevista en Levante-EMV en 2007) fue director de la Mostra de Cinema, director general de Patrimonio y de Promoción Cultural de la Generalitat en los primeros años noventa y secretario del Consell Valencià de Cultura (CVC) hasta 2011. A partir de ese momento inició su retirada: de València a Ondara, donde ha pasado sus últimos años.

Para quienes tengan dudas de quién fue Morera, es aquel a quien José Sacristán recordó hace un par de años, al recibir en Mérida el premio Ceres en 2015. Le dedicó el galardón como el hombre que dio el giro a su carrera después de debutar en 1964 en el teatro romano extremeño con Julio César. Morera le prometió que contaría con él en su próxima producción y cumplió. Sacristán protagonizó un año después La pulga en la oreja, de Feydeau, «un vodevil que cambió mi carrera», dijo emocionado.

Sacristán es uno de los intérpretes que el actual secretario del CVC -y amigo de Morera-, Jesús Huguet, recuerda haber visto desfilar por el palacete que es sede de la entidad para saludar al viejo director teatral. Josep Maria Pou, Verónica Forqué, Emilio Gutiérrez Caba o Vicente Parra son otros.

Parra y la vecina de arriba

De Parra, su buen amigo en los tiempos madrileños, Morera era una fuente inagotable de anécdotas y recuerdos. En la casa madrileña del actor valenciano solían cocinar la tradicional paella de los domingos y allí podía topar cualquiera con los grandes de la escena, empezando por Sara Montiel, la vecina del piso de arriba.

Morera llegó al teatro en los tiempos de la clandestinidad, se fajó en el TEU valenciano y, como Parra y otros intérpretes de aquella generación, se construyó un nombre y un prestigio en Madrid.

Fue, sobre todo, el introductor en los teatros españoles de la modernidad europea: Sartre, Camus, Dürrenmatt, Greene. Y fue un forjador de actores y actrices: los mencionados Parra, Sacristán y Pou, Fernando Guillén y Gemma Cuervo (era padrino de Cayetana, la hija de la pareja), María Luisa Merlo y Juan Echanove, entre otros. «Tú fuiste la persona y director que desató en mi la pasión por el teatro», afirmó ayer este último.

Hasta aquí, el director y hombre de teatro que se codeó con Francisco Nieva, Adolfdo Marsillach o José Tamayo. ¿Por qué regresó en 1988 a València? Por honestidad profesional y personal, diría hoy el redactor. Porque el tiempo de dirigir había pasado para él (ya no sintonizaba, confesaba en la entrevista citada) y porque el glamur de los estrenos cada vez le repelía más.

Claro que el futuro que eligió en su regreso a València no iba a estar apartado de focos y cámaras. Pongan polémicas culturales valencianas de los ochenta y noventa (no son pocas ni menores) y Morera tuvo algún papel.

Reapareció en la ciudad de su Russafa natal para dirigir sin carné socialista la Mostra de Cinema del Mediterrani en un momento de transición, con Clementina Ródenas de alcaldesa y cuando el festival empezaba a pasar página del proyecto mediterranista original en busca de una identidad que nunca encontró. Ni con Morera ni con los posteriores gestores hasta su mutis por el foro en 2011.

Perdido el Ayuntamiento de València en 1991, el PSPV repescó a Morera en la Conselleria de Cultura. Primero como director de Patrimonio y luego como titular de Promoción Cultural, con Pilar Pedraza al mando del departamento.

No eran tiempos fáciles. Los veteranos saben por qué: estaba el conflicto del teatro romano de Sagunt y su polémica reforma. Pedraza ponía en valor ayer el esfuerzo por construir una programación y dar «vidilla» al tan comentado espacio. Fue lo más difícil de aquella etapa. Algo más que realizar una temporada de ópera en el Teatro Principal de València, porque la lírica existió en la ciudad antes que el Palau de les Arts. De verdad.

Después de la victoria de Eduardo Zaplana en las autonómicas de 1995, Morera pasó al CVC. Hasta 2o11. Una larga etapa. Como secretario durante muchos años. Con momentos duros, otra vez. Como cuando el dictamen sobre el conflicto de la lengua que proponía la creación de la Acadèmia Valenciana de la Llengua. Con tomates en la puerta del Palau de Forcalló.

Morera se va sin ceremonias, no sin condolencias. Ximo Puig dijo ayer: «Era uno de los intelectuales valencianos más destacados del siglo XX». La conselleria le dedicará el domingo el estreno de la ópera La brecha. La memoria del teatro valenciano se despide. Quizá sirva como titular.