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Deshonor

'Madama Butterfly' | Palau de Les Arts

"Con honor muere quien no puede vivir con honor". Butterfly, muy digna ella, se hace el harakiri para, efectivamente, morir con honor, esa cosa extraña y prestigiosa de la que tanto se burla el vividor John Falstaff y por la que tanta y tanta sangre se ha derramado desde los tiempos inciertos del Paraíso. Por ello, pero no solo por ello -también por la gran música de Puccini, por su intensidad dramática y emotiva-, esta apasionada reivindicación del honor que proclama la heroína pucciniana merece que su triste historia sea tratada con tino, delicadeza, sensibilidad, talento y buenas dosis de ingenio.

Poco de ello hubo en la discreta representación estrenada el miércoles en el Palau de les Arts, en la que, salvo algunos curiosos detalles escenográficos en el segundo y tercer acto -el primero es tópico y rabiosamente vulgar-, nada destacó ni interesó. Una función que, en su mediocridad, aportó más deshonor que honor a la desventurada Cio-Cio-San. El público, que abarrotó la sala principal del Palau de les Arts y no disimuló su hambre de ópera, aplaudió con ganas una representación que en cualquier otro teatro de la tradición y fuste del valenciano hubiera sido razonablemente pitada.

La nueva producción viene firmada escénicamente por Emilio López, un veterano trabajador de Les Arts que debuta en las delicadas lides de la dirección de escena. Y lo hace con un título cargado de referencias excepcionales, incluso de dentro de la misma casa, donde se han podido disfrutar montajes tan punteros como el de Keita Asari para la Scala de Milán, que en Milán y València fue dirigido musicalmente por Lorin Maazel. ¿Recuerdan? Han transcurrido ocho años que parecen más un abismo que una eternidad. El trabajo de Emilio López derrocha buenas intenciones que no bastan para crear interés y menos aún genialidad. El principio, con un telón que reproduce unos avioncillos colorados que parecen sacados de ilustraciones soviéticas del Ejercito Rojo o de un tebeo de los años sesenta, resultó prometedor. Pero en cuanto se alza el telón se impone la rabiosa vulgaridad de la casita de madera a la derecha con paneles correderos y sus consabidos escaloncitos. La lluvia de pétalos es una cursilada de aquí te espero, y la vistosa pero inoportuna mariposa danzante -como si fuera un intruso blanco Pájaro de fuego- no hace sino asesinar inmisericorde el prodigio del coro a boca cerrada que cierra el segundo acto. Son éstas algunas de las tonterías que se suceden en tan curiosa representación, cuyos protagonistas se mueven en escena fieles a todos los tópicos habidos y por haber.

El segundo acto comienza con unas más que recurridas imágenes de una explosión atómica. Se supone, claro, que sobre Nagasaki, ciudad natal de la pobre Butterfly. La acción se pretende mutada al final de la II Guerra Mundial o inmediatamente después, pero ¿cómo diablos se explica que Estados Unidos tuviera en aquellos tiempos belicosos un cónsul en Nagasaki? La bomba atómica ha destruido todo, incluida (¡por fortuna!) la casita de marras de la protagonista. La escenografía, vieja, gastada y obvia, es, sin embargo, sugerente. Como la del tercer acto del ya legendario Tristan e Isolde de Heiner Müller para Bayreuth, pero en plan cutrecillo. Muy bien la transición del segundo al tercer acto, sin interrupción («attacca»), mientras se proyecta un primer plano del rostro dolido de Cio-Cio-San. La iluminación, tan sustancial en una ópera de tantos y tan delicados registros escénicos y sonoros, resulta absolutamente monótona y pobre, con unos rústicamente utilizados cañones de luz que alumbraban más que iluminaban a los solistas, en plan circo ambulante. El vestuario, en línea con casi todo, firmado por la napolitana Giusi Giustino, es vulgar de verdad. El pobre Yamadori más parecía una mezcla del payaso Miliki y el vidente Rappel que un príncipe japonés. Pinkerton iba de Pinkerton -o sea, el consabido uniforme blanco recién salido de la lavadora-, Butterfly de japonesita y Sharpless de cónsul provinciano en día festivo.

Musicalmente la cosa no fue mejor. En el foso, la orquesta sonó brillante pero desajustada y roma, a años luz del prodigioso conjunto sinfónico que se escuchó en las butterflys de Lorin Maazel. El director venezolano Diego Matheuz -de Barquisimeto, como su amigo y mentor Gustavo Dudamel, o el tenor Aquiles Machado- no es que sea Maazel ¡evidentemente!, es que es un batutero que marca el compas y poco más. Y casi siempre con ambos brazos al unísono, algo que lo diferencia de ese tedioso robot que acaban de inventar, y que todavía no alcanza a dirigir con dos brazos. Fue la suya una lectura ramplona y superficial, desnuda de magia y fascinación; más preocupada por las voces que por el imprescindible balance en una ópera de tanto y delicado peso sinfónico. Por su culpa -y por la de la dichosa mariposa bailonga- el Cor de la Generalitat no tuvo ocasión de lucirse ni en el coro a boca cerrada -¿recuerdan el milagro que obró Maazel?- ni en ningún otro momento. La protagonista, la soprano armenia Liana Aleksanyan -que cantó una función de Butterfly en Milán con Chailly, el 16 de diciembre de 2016- es una fría Cio-Cio-San, de una vocalidad poderosa ajena a sutilezas, pianísimos, filados y medias voces. Asombrosamente, fue aplaudida como si allí acabara de cantar Victoria de los Ángeles ¡qué tiempos estos y aquellos! El Pinkerton del tenor Luciano Ganci -sustituto del sustituto- poco tiene que ver con el de su tocayo Luciano Pavarotti: agreste y destempladísimo. Más convincente resultó el barítono brasileño Rodrigo Esteves en el papel ingrato de Sharpless. Significativo del mediocre nivel de esta función de Madama Butterfly es el dato de que sobre estos tres protagonistas destacaran la notable Suzuki de Nozomi Kato y el Tío Bonzo de Pablo López. ¡Qué deshonor!

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