Existe un santuario literario español en estado de abandono, Velintonia, el nombre de la calle de la casa que habitó desde antes de la Guerra Civil, el poeta de apellido valenciano, Vicente Aleixandre, el premio Nobel de 1977. En esa casa se autoexilió Aleixandre, que «solo salía los martes al cine y los jueves a la Academia», y por allí, hasta su fallecimiento en 1984 «tras muchos sufrimientos», recibió con su carácter «afectuoso y tolerante» a generaciones y más generaciones de escritores que admiraban al autor de Espadas como labios y en donde, esperaban, quizás, encontrarse con alguna otra gloria de las letras.

Uno de esos visitantes fue el escritor y periodista Fernando Delgado, periodista más que escritor entonces, 1970, cuando empezó a frecuentar Velintonia recién llegado de Tenerife, templado, joven e inquieto. Casi medio siglo después, Delgado ha publicado un libro -editado por la Fundación José Manuel Lara-, dedicado a aquella casa, de una pequeña calle camino de la Ciudad Universitaria de Madrid. Una calle que se rotuló en 1978 con el nombre del poeta Aleixandre mientras este «observaba discretamente desde la ventana de su casa como cambiaban la placa» y que él mismo había rebautizado castellanizando el original Wellington.

Mirador de Velintonia, con el subtítulo «De un exilio a otros (1970-1982)», se presentó ayer en Madrid, «y no es una biografía de Aleixandre como puede parecer», según explicó su autor. El libro, en forma de crónica muy personal, utiliza a Aleixandre y aquella su madriguera de libertad para perfilar un retrato de una época y unos personajes, el dibujo de la cultura literaria española del tardofranquismo cuando comenzaron a confluir escritores procedentes del exilio con los que, como Aleixandre, optaron por sobrellevar un extrañamiento en el seno de una España oficialmente gris sepia.

Por las páginas de la Velintonia rememorada por Delgado circulan docenas de escritores, críticos y devotos€ en una serie de experiencias personales en el trato de aquellos años tanto en la casa madre de Aleixandre como en otros muchos lugares, incluyendo garitos como Oliver y Bocaccio, dado que el hilo del volumen es la casa pero lo es también y sobre todo el exilio.

Por eso el texto comienza con la anecdótica visita de Pablo Neruda a Canarias, cuando no sin renuencias, el mítico escritor chileno charló con un pequeño grupo delgadiano durante las cuatro horas «amenísimas» que duró la escala del barco que le devolvía a la campaña electoral de Salvador Allende.

Neruda y Alberti en el Trastévere, y Ayala, Gil-Albert, Brines, Bousoño, Pepe Hierro en Titulcia, Max Aub, Juan Marichal, el crítico Pérez Minik, Rosa Chacel, Salinas, Aranguren, Gaya€ y tantos otros desfilan por el libro, recordados por la vivencia o entrevistados por Delgado para los periódicos o la radio de aquellos días «inolvidables» en los que tuvo la fortuna «de poder relacionarme, satisfecho de haber vivido con esos personajes» de un enorme calibre humano y literario, y cuya esencia es, además de haber conocido al periodista canario, la de proceder de la cultura del exilio, exterior o interior resulta indiferente, en una España por entonces camino de las libertades y que ya era muy crápula, «con mucho puterío de Levante».

Delgado ha escrito un libro que «invita a la lectura», y que en palabras de otro cronista de la cultura, Javier Hostalet, «resulta un entrañamiento entre la literatura y la vida», una vida, eso sí, «al margen de la convención aunque en libertad vigilada». Unos tiempos que incluían «exilios aburridos y a veces dolorosos, pero también exilios divertidos» como los venecianos que recuerda Delgado «junto a Nieva», aunque nadie se exilió por pose o frivolidad. «A Max Aub -dice Delgado-, le hubiera gustado escribir aquí». Aub, el errante, «el más versátil, el más escritor» en palabras del canario sobrevenido a Faura para que los escritores valencianos puedan tratarle y visitarle en la cercanía.