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Música | Crítica

Del sopor a la fascinación

Del sopor a la fascinación

'Don Carlo', de Verdi

Palau de les Arts

Opera en cuatro actos, con libreto de Joseph Méry y Camille du Locle, traducido al italiano por Achille de Lauzières y Angelo Zanardini, según el drama de Friedrich Schiller. Producción: Deutsche Oper de Berlín. Reparto: Andrea Carè (Don Carlo), Plácido Domingo (Rodrigo), Alexánder Vinogradov (Felipe II), Marco Spotti (Gran Inquisidor), María José Siri (Isabel de Va­lois), Violeta Urmana (Prin­cesa de Eboli), etcétera. Coro de la Generalitat Valenciana. Direc­ción de esce­na, escenografía e iluminación: Marco Arturo Marelli. Vestuario: Dagmar Niefind. Director de coro: Francesc Perales. Direc­ción musical: Ramón Tebar. ­Lu­gar: Palau de les Arts. Entrada: 1774 localidades (lleno). Fecha: Sábado, ­9 diciembre 2017 (se repite los días 12, 15, 18 y 21 de diciembre 2017).

Don Carlo es uno de los títulos más logrados de la historia de la lírica. También más complejos, exigentes y arriesgados. De ahí que su puesta en escena precise cantantes, coro y orquesta de verdadero fuste, capaces de recrear fielmente la excepcional partitura verdiana. También de una realización teatral que dé espacio, aire, movimiento y sentido al perfecto texto basado en el conocido «poema dramático» homónimo publicado por Schiller en 1787. El Palau de les Arts, que ya programó este título hace exactamente diez años -en diciembre de 2007-, dirigido entonces por Lorin Maazel, ha logrado aglutinar un perfilado equipo escénico y musical para ofrecer una propuesta que, con sus altibajos, queda como una de las más logradas del ya concluido periodo Livermore. Desde que se alza el telón se constata una visión diferente y ajena a todo pintoresquismo o icono de la época. Ni pelucas, ni miriñaques ni floripondios. Tan escueta producción procede de la Deutsche Oper de Berlín y viene firmada por Marco Arturo Marelli. Se basa en una escenografía limpia y desnuda, configurada por gigantescos cubos y prismas metalizados cuyo cuidado movimiento configura las sucesivas escenas. Esta visión futurista y atemporal ambienta y enmarca con asepsia el curso dramático, subrayado por una sutil y bien medida iluminación. El vestuario confronta aciertos tan vistosos como los vestidos religiosos con el error de convertir al apuesto Marqués de Posa en una especie de Wanderer, mientras que el pobre Felipe II en ocasiones parece cualquier cosa menos el rey en cuyo reinado nunca se ponía el sol.

Vocalmente la tarde comenzó fríamente, con el maestro Ramón Tebar leyendo la partitura más que recreándola. Nada presagiaba que musicalmente fuera a levantar el vuelo. Incluso la gran Violeta Urmana -Princesa de Eboli- parecía cohibida y fuera de sitio en su inicial Canción del velo, que cantó con distancia y timidez, lejos de la maravillosa cantante que es. Todo transcurría así, con correcta mediocridad, incluso con cierto sopor. El teatro, la emoción y la belleza del canto no irrumpieron hasta cuando, ya bien entrada la función, el bajo ruso Alexánder Vinogradov, que dio vida a Felipe II, entonó el célebre monólogo Ella giammai m'amò. No fue hasta entonces cuando ¡por fin! apareció el calor del verdadero canto verdiano: portentosamente fraseado, nacido incluso más del alma de artista que de las sólidas cuerdas vocales del cantante. Con una proyección, riqueza de colores, fraseo y fiato verdaderamente admirables. Cada rincón de la sala principal del Palau de les Arts se llenó de esa vocalidad intensa, profunda, desgarrada y poderosa que precisa Felipe II y le regala el bajo Vinogradov. A partir del monólogo de Felipe II, la función se creció y dio un giro copernicano. La hasta ese momento aburridilla Orquesta de la Comunitat Valenciana (OCV) y el hasta entonces rutinario Ramón Tebar dejaron de hacer notas para crear música. Comenzó la fascinación portentosa de la ópera. Mucho tuvo en ello que ver el gran Plácido Domingo, que configuró un milagroso Marqués de Posa. Una leyenda -Plácido- que da vida a uno de los más maravillosos personajes del repertorio baritonal, y que en él encuentra su mayor nobleza, riqueza y ambigüedad. El cantante madrileño carga de colorido vocal, empaque dramático y nobleza un papel al que, después de escuchárselo, habría ya que empezar a denominar «Duque de Posa», de acuerdo al rango que otorga Felipe II (¡y el canto de Plácido Domingo!) al marqués de Posa tras desarmar al infante Don Carlo. Pero, bromas aparte, la voz sigue siendo tan hermosamente bella y cálida como siempre. Como su profesionalidad a prueba de bomba, y ese ímpetu y pundonor que ha marcado y marca su interminable carrera. Admira y se aplaude en Plácido la presencia de un artista sin tiempo que forma parte ineludible de la mejor historia del canto. Poco importa que sea tenor, barítono o baritenor. Algún gracioso comentó en el intermedio que igual la próxima vez viene como Gran Inquisidor. ¡Quién sabe! ¡Con Plácido el grande todo es posible!

La discreta Urmana de la Canción del velo se transformó pronto en la impresionante cantante que es, hasta bordar con infinita convicción la dramática escena con Isabel de Valois y un O don fatale que marca un hito en la historia del teatro. Ella fue, con diferencia y junto con Vinogradov y el gran Plácido, lo mejor de la noche, que contó también con la uruguaya María José Siri como cabal y notable Isabel de Valois. La diva salvó con profesionalidad un rol que ni vocal -la esposa de Felipe II reclama una soprano lírica pura- ni dramáticamente se ajusta a su repertorio. Acaso por ello no logró alcanzar esa conmovedora expresividad, ese no se sabe qué que marca la diferencia entre lo notable, lo sobresaliente y lo excepcional. El tenor italiano Andrea Carè fue un ajustado y solo discreto Don Carlo, que deslució el emotivo dúo con Posa y restó prestancia al gran personaje. Satisfactoriamente escenificado -ciego como casi siempre- el bien cantado Inquisidor del italiano Marco Spotti, aunque empequeñecido por la grave presencia vocal del poderoso Felipe II que tenía a su lado. El Coro de la Generalitat Valenciana estuvo realmente excepcional. Como la OCV, pese a pequeñas e inéditas imprecisiones en los violines. Ramón Tebar dirigió con pulso, brío y disciplina. Aplicando tiempos convencionales y muy atento a los cantantes. Pero faltó genialidad, hondura, emoción, intensidad, flexibilidad y aliento interno. Correcta, extravertida, profesional y de buenas maneras. Pero con estos cantantes, con este coro, con esta orquesta, con esta partitura, con esta tradición, con esta sensibilidad escénica y en este teatro hay que apuntar más alto.

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