«Siempre llevaba un revólver en mi bolso», decía Aline Griffith, condesa de Romanones, que falleció ayer a los 94 años en Madrid tras una vida como agente secreto de la CIA, periodista, modelo, madre de tres hijos y abuela de trece nietos.

«He procurado no hacer daño, espero que nadie se moleste con mis memorias», aseguraba en su residencia madrileña, un chalet que desprendía un halo decadente, repleto de libros, colecciones de porcelana y cientos de fotografías, entre ellas la de su marido Luis Figueroa y Pérez de Guzmán el Bueno, conde de Quintanilla, más tarde III conde de Romanones, con quien se casó en 1947.

Orgullosa de sus orígenes, Griffith, que nació en 1923 en Pearl River (Nueva York, EE UU) y se licenció en Literatura, Historia y Periodismo, siempre presumió de que su trabajo como espía le permitió codearse con la alta sociedad madrileña y lucir exclusivos diseños de alta costura», además de ser testigo del romance que mantuvieron Ava Gardner y Luis Miguel Dominguín.

Con una extraordinaria vitalidad, disfrutó del campo en su finca extremeña, Pascualete, donde hasta casi los 80 años montaba a caballo y salía a cazar perdices. «Es más fácil matar hombres que perdices», aseguraba con su gran sentido del humor. Poseedora de una elegancia extrema y un saber estar exquisito, adoraba la moda, fue modelo en Nueva York, solía acudir a la pasarela madrileña y amaba los diseños de Elio Berhanyer.

Bajo el seudónimo de «Tigre», la condesa de Romanones fue agente de la CIA. «Tuve una formación dura en la que aprendí a disparar con pistola, saltar en paracaídas o matar en silencio con cuchillo e incluso con un periódico», declaraba.

Religiosa y conservadora, Aline Griffith siempre prefirió que la llamasen agente secreto en lugar de espía. «Me disgusta, es peyorativo. Trabajé por amor a mi patria, no por traición a otros países», aseguraba. En 1944, con 21 años, aterrizó en Madrid con la misión de espiar a los nazis. Se instaló en el hotel Ritz y se codeó con la sociedad madrileña más selecta. Su trabajo le proporcionaba todo lo necesario para hacer amigos. Eran años en los que corría el whisky americano escuchando flamenco. «Era un Madrid apasionante que recorría en coche de caballos, los hombres eran galanes, existían infinidad de fiestas donde se lucían joyas auténticas y vestidos largos. Era un ciudad muy interesante, con mucha clase y elegancia», explicaba.

Su mejor arma: la simpatía

Ser espía en aquellos años era tan apasionante como peligroso, tenía misiones burocráticas y otras más arriesgadas. «Un día un espía nazi quiso matarme, pero me salvé, fui más rápida. Siempre llevaba un pequeño revolver en mi bolso», recordaba la condesa, quien nunca supo si llegó a matarle. «Mi intuición me dice que... nunca lo sabré», dejaba en el aire. Reconocía que su mejor arma para ser espía era su juventud y simpatía, luego, cuando se casó «el título de Condesa de Romanones fue una gran tapadera».

Griffith, que desde hace tres décadas estaba aquejada de enfisema, se dedicó en los últimos años, en una finca extremeña, Pascualete, a la producción de quesos con gran éxito. Además,preparaba un libro sobre los duques de Windsor, a los que conoció, y otro sobre Alonso Pérez de Guzmán el Bueno.