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Crítica musical

Faena de aliño

Impresionaba ver el escenario de la Sala Iturbi del Palau de la Música atiborrado de músicos para interpretar la en otras ocasiones sobrecogedora «Sinfonía Leningrado» de Shostakóvich. Quizá nunca se habían escuchado tantísimos decibelios. Valeri Guérguiev (1953) optó por el colosalismo y la brillantez en lugar de adentrarse en el demoledor sentido trágico que fundamenta el narrativo fresco sonoro. Fue una versión de circo, «cara a la galería». Más de exhibición de músculo que de arte y ensayo. El músculo y la entrega lo aportaron las huestes fusionadas de la Orquesta del Marinski de San Petersburgo y de València. Del circo y de la apabullante pero inapropiada exhibición sonora Valéri Guérguiev, que dirigió el drama shostakovichiano con distancia más propia de burócrata del Politburó que de artista que tiene ante si uno de los mayores monumentos sinfónicos del siglo XX.

Faltaron, además, ensayos, comunicación e implicación en el interesante pero peligroso proyecto de aunar dos orquestas tan disímiles como la del Marinski y la de València en un programa plagado de exigencias y sutilezas, muy extenso además, y que se complementó con otra obra tan exigente como el «Segundo concierto para piano y orquesta» de Brahms. Guérguiev no se implicó en absoluto y optó por una faena de aliño en la que se limitó a hacer circular el tráfico sinfónico más o menos correctamente, a evitar que nada se «saliera de madre» y a administrar métrica y dinámicas con evidente maestría.

No faltaron, sin embargo, entradas en falso y otras que ni se marcaron. También imprecisiones y desequilibrios de conjunto propios de músicos que en la vida se habían visto las caras. Las partes solistas de vientos madera, timbal y arpa estuvieron sobresalientemente defendidas por profesores de la Orquesta de València, mientras que las de cuerda fueron atendidas con previsible solvencia por músicos del Marinski. La multitud sinfónica abarrotaba hasta tal punto el escenario que las desajustadas fanfarrias hubieron de ser ubicadas detrás del coro, al fondo de la sala, a los mismísimos pies del órgano.

En tan epidérmica versión de la «Sinfonía Leningrado» -¡al paso que vamos cualquier día empezaran a llamarla «Sinfonía San Petersburgo»!- se sintió con certitud que todo estaba cogido con alfileres, y que más que el frágil y tembloroso mondadientes que utiliza Guérguiev a guisa de batuta, la situación se salvó -como tantas otras veces- por la atención, profesionalidad y veteranía de unos músicos que son capaces de salvar todo, y de un maestro más que ducho en estos rentables conciertos en los que apenas hay tiempo para dar dos o tres pinceladas para salir del paso y si no te he visto no me acuerdo. ¡Qué diferencia de las sobrecogedoras visiones de artistas como Sergiu Celibidache, Yevguéni Mravinski, Mariss Jansons o Yuri Temirkánov!, cuyas versiones emocionantes sitúan al espectador en el mismo asedio de San Petersburgo, y en las que sí se siente el «Guernica» de Shostakóvich como el «símbolo sinfónico de la lucha contra el nazismo» del que tan lucidamente escribe Manuel Muñoz en las notas al programa. Nada de ello existió en esta versión de trámite y espectáculo.

Muchísimo más interés deparó la primera parte del programa, que fue, a la postre, lo mejor de la velada, gracias a la excepcional participación solista de un inmenso Nelson Freire (1944), que a sus 73 años protagonizó una virtuosa y arrolladora versión del «Segundo concierto para piano» de Brahms. Asombra ver la agilidad y vitalidad al teclado del veterano artista brasileño. Tras su caminar ya pesante y torpón, ante el piano se convierte en un raudo y vigoroso chaval que parece que acaba de ganar el Premio Chaikovski. Brindó una versión de calado, a pesar de un pianismo ligero, sobrado y de una fluidez que parecía contravenir las densidades e intensidades armónicas y estéticas del ciclópeo concierto. El sonido inmenso, la perfección técnica y la autoridad pianística de la versión remiten al artista de primera que siempre ha sido Freire. Disciplinadamente secundado por Guérguiev y una orquesta del Marinski en la que brillaron el trompa solista y el violonchelista en su famoso solo del tercer movimiento. El público aún pudo disfrutar fuera de programa del arte auténtico de Nelson Freire con uno de sus bises favoritos: la adaptación pianística que realizó Giovanni Sgambati de un pasaje de la ópera Orfeo y Eurídice de Gluck.

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