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Crítica teatral

La autocracia de la risa

Claudia y Valentín son amigos desde hace años. Entre ellos existe afinidad, lo que ha llevado a que ella se enamore. Después de mucho tiempo escondiendo lo que siente, por fin ha tomado la decisión de sincerarse. Pero su declaración de amor no tiene la respuesta que esperaba: Valentín prefiere que continúen siendo solo amigos. Es más, en ningún momento se le ha pasado por la cabeza el hecho de que puedan tener una relación de otro tipo. Y tiene sus razones. La más importante es que ha ocultado su verdadera profesión, que no es otra que la de gigoló.

El texto de Laurent Ruquier (adaptado por Tamzin Townsend y Chema Rodríguez-Calderón), escrito en clave de comedia, hace demasiado hincapié en la condición de gigoló de Valentín. Realmente, a partir del descubrimiento de su verdadera profesión, el espectáculo sólo gira en torno a ello, quedando relegados a un segundo plano el resto de cuestiones. Y, por ejemplo, hubiera sido interesante un mayor énfasis en el tema de la inseguridad de Claudia al sentirse invisible frente a los hombres por haber cumplido cincuenta y tantos. Townsend, a cargo de la dirección, ha tratado de exprimir al máximo la comicidad de la obra, y en algunas escenas ha aproximado peligrosamente a los personajes a la caricatura. Tanto Lolita Flores como Luis Mottola están algo exagerados y, si bien provocan la risa constante en el público, también pierden naturalidad.

Aunque el montaje se hace largo y el espectador se queda con la sensación de que los temas y las bromas se repiten, es innegable que la trama y las situaciones son graciosas.

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