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Progreso afirma rodeado de obra fresca que «la imaginación lo es todo»

El pintor, uno de los padres del Museo de Vilafamés, sigue creando a pleno pulmón tres años después de haber superado un momento crítico

Progreso, en su estudio. GERMÁN CABALLERO

Progreso, registrado como Juan Daniel Domínguez en el Puerto de Sagunt en 1932, lo pasó muy mal hace tres años. Estuvo entre la vida y la muerte. Pero salió. Y tanto. A sus 85 años, Progreso está desatado. Una obra al día. Y divertido. Trabaja por series. Se enfrasca en un tema. Lo estudia. Lo analiza. Y luego, regala un máximo de veinte piezas. «Nunca más de veinte porque no hay nada peor que empezar a copiarse a uno mismo». Y entre serie y serie, un autorretrato. O una gamberrada impúdica. Un par de desnudos desparramados. O una señora elegante. O un moray de la Isla de Pascua en tres colores sólidos que bien podría haber sido la portada más moderna de un LP de The Cure.

«La imaginación lo es todo», sentencia el maestro en su estudio cuando relata cómo esa pieza que está en la esquina empezó al revés. «Primero la pinté así, pero no me gustó. Entonces le día la vuelta, le puse dos cosas nuevas aquí y mira que bien ha quedado».

Cuando apenas tenía cuatro años, estalló la Guerra Civil. «Mi padre, que trabajaba en la siderurgia y conocía a mucha gente, me llevó a una casa con corral en la Sierra Calderona y desde la terraza veíamos los bombardeos sobre el puerto y los altos hornos». Cuando la cosa se puso fea, Progreso se mudó a una masía en Bicuerca, en Casas de Utiel, con su abuelo, que era pastor.

Progreso acompañó a su abuelo con el rebaño hasta los diez años. No iba al colegio. Paseaba por el monte. «El abuelo me enseñó a conocer las letras». Y algo mucho más grande, el valor de la palabra. «Cuando decía algo?», solo una mano sacudida en el aire puede expresar la calidad del compromiso adquirido.

«Con diez años volví a València y me encontré con mis padres y una hermana». Apenas sabia leer cuando empezó en la escuela, pero «con 14 años era el primero de la clase, sabía taquigrafía, mecanografía y escribir el dictado sin faltas».

Ya le gustaba pintar, de modo que entró en Artes y Oficios. «Hasta hoy». Hoy ha aparecido un cabezón en el lienzo que está sobre el caballete. «Voy a hacer una serie sobre la procesión del Corpus. Yo seré un gigante».

Vicente Aguilera Cerni y su tío, Francisco Cerni, residente en Vilafamés, se cruzaron en la vida de Progreso y varios otros. El impulso de un premio de pintura para residentes en la localidad de la Plana Alta llevó a un nutrido grupo de creadores a instalarse en el casco histórico del pueblo. La condición para optar era tener casa en el pueblo.

«En 1969, en el Museo del Vino de Vilafamés, expusimos Gabriel Cantalapiedra, Uiso Alemany, Vicente López y yo. Y fue un éxito». Aquel fue el germen del actual museo Aguilera Cerni. «Un alcalde, que además era diputado, comprendió el interés de la iniciativa y la Diputación compró el Palacio del Vale, que ahora es el museo».

Decenas de pintores, escultores y otros creadores se instalaron allí. «Yo he querido mucho Vilafamés, casi tanto como la Bicuerca. Eramos unos 40 artistas. En un momento empecé a hacer retratos de gente del pueblo, de pintores, de Nasio, de Agustín de Celis? Y los regalaba. El de Úrculo todavía lo tengo, se fue a vivir a Madrid porque tenía mucho trabajo y ahora ya está muerto».

Calla un momento, pero no pierde la sonrisa. «Úrculo se compró la casita que era el antiguo Ayuntamiento, con su balcón, donde se asomaba el alcalde, y la arregló». En ese tiempo la gestión del museo, fundado en 1970 por Aguilera Cerni, era prácticamente asamblearia. «Nosotros mismos colgábamos los cuadros».

Castelló siempre ha tratado bien a Progreso. «En Borriana me dieron un premio, una medalla, honores y una cantidad de dinero. Y se montó una exposición. Yo llegué por la tarde y ya estaba todo vendido. Un sobrino del cardenal Tarancón me compró un cuadro».

Progreso trae a colación la idea de Genaro Lahuerta, quien convocó una exposición erótica en el Círculo de Bellas Artes de València. Se explayó. Cuerpos desnudos y amarrados. Humanos. E hizo honor a su nombre. «Tenían miedo los pintores a hacer erotismo», dice.

Poco después, avanza hacia el malditismo. «También en el Círculo de Bellas Artes hice una exposición sobre brujas, el aquelarre, y ahí es dónde dejé de vender cuadros».

No es del todo cierto. Hubo una posterior, sobre drogas, que también era siniestra. «Pero hubo varios médicos que me compraron», sonríe.

Más joven tenía cara de revolucionario ruso, incluso soviético. Lo atestiguan sus autorretratos. Pero ahora está mucho más tranquilo. Los calcos de sus lentes son finos y la inteligencia de su mirada sigue más presente que nunca. Le dolió comprobar que la masía de la Bicuerca estaba derruida. «Me hizo mucho daño». Pero disfruta como nunca, o como siempre, porque hace lo que de la gana.

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