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Crítica musical

Esplendor y resplandor

Era como si el Palau de les Arts se hubiera retrotraído en el tiempo y hubiese recuperado pretéritos esplendores. En los atriles, Wagner, compositor fetiche del Palau de les Arts y de su aún maravillosa Orquestra de la Comunitat Valenciana. Sobre el escenario, este bien ampliado conjunto sinfónico. Y en el podio, el húngaro Henrik Nánási (1975), maestro que obró el milagro de recuperar la gloria de Maazel y Mehta. Tan resplandeciente panorama, se completó con la presencia invitada de tres cantantes prodigiosos y un público ávido de escuchar buen Wagner, el mejor Wagner que se puede escuchar hoy día. En València y en Sebastopol. Tras cinco años de ignominiosa ausencia, Wagner ha vuelto a ser el Wotan del Palau de les Arts.

Fue, claro, un éxito, rotundo, merecido e inapelable. Y, sin duda, el acontecimiento musical de la temporada. Grande y excelso ha sido el Wagner de Nánási. Lento, limpio, directo, elocuente, lírico, grandioso, estático, apasionado, natural, transparente, sutil, dramático. Desde los primeros instantes de la obertura de Tannhäuser que abrió el programa (y que ya dirigió el 7 de junio de 2013 en este mismo Auditori el hoy muy seriamente enfermo Mehta), se sintió la calidad y naturaleza que iba a tomar la noche wagneriana. El sonido primorosamente empastado de los metales, sólido pero jamás estridente; las maderas excepcionales - Magdalena Martínez, Pierre Antoine Escoffier, Joan Enric Lluna, Salvador Sanchis- y siempre cantables y perfectamente armonizadas; una cuerda de afinación precisa y unitaria, en la que cada sección frasea y respira como si se tratara de un solo instrumentista, volvieron a posicionar a la OCV como el conjunto de referencia que fue en sus inicios, a bastante distancia de cualquier otro conjunto español y de rango propio de los mejores teatros y salas de concierto internacionales.

Luego llegó el prodigio de Tristán e Isolda, cuyo preludio fue dicho por Nánási con lentitudes furtwänglerianas, casi bernsteinianas, incluso celibidachianas. Los espaciados silencios fueron eternos. Cada frase, cada detalle, cada articulación, cada nota se convirtió en protagonista de una de las versiones más redondas e hilvanadas que recuerda el crítico. Fue un preludio quieto y congelado, sí, pero que se inflamaba hasta el fuego sin jamás romper su coherente línea expresiva. Luego, tras un prodigioso enlace, lento hasta rozar el silencio, a cargo de una sección de contrabajos tan sensacional como todas las demás, llego el milagro del Liebestod envuelto en un pianísimo tan absoluto que la Isolde de la soprano finesa Camilla Nylund casi no pudo articular su primera frase, el apacible Mi bemol que la inicia. Tal era la extrema dulzura de un Mild un leise (Cuán dulce y suave) que queda en la memoria como uno de los momentos más emotivos vividos en una sala de conciertos. Todo fue excelso en una interpretación en la que soprano, orquesta y maestro se fusionaron para explayarse en el prodigio que corona las más intensa y honda historia de amor jamás musicada. Detalles como algunos momentos muy concretos de exceso de volumen de la orquesta -que en algunos pasajes llegó a eclipsar la voz de la soprano- o mínimos incidentes instrumentales en absoluto enturbiaron una versión en la que, sobre todo, se impuso la absoluta comunión con el lenguaje expresivo wagneriano. El silencio final, el «supremo deleite» de ese «Höchste Lust!» que se prolonga al infinito, cortó el aliento a un público silencioso ante el portento de la música.

¿Qué cabe escuchar después del Liebestod? Bastaron los tempestuosos compases que abren el primer acto de La Valquiria para sumergirse desde sin reservas en esta jornada del Ring que el propio Mehta había dirigido tantas veces en Les Arts. En un instante, Nánási y su fuerza expresiva emplazaron a todos en la gélida casa de Hunding, morada por la Sieglinde inmensa de Camilla Nylund, el Siegmund muy bien cantado de Simon O'Neill (aunque su voz lírica carezca de los colores y armónicos propios del welsungo), y de un legendario Matti Salminen que, pese a sus 72 años y andar ya retirado de la escena, mantiene ese timbre metálico e inconfundible que ha marcado su excepcional carrera. Todo el primer acto fue una maravilla cargada de momentos memorables. La orquesta vibró, se encendió, cantó e implicó encandilada con el gobierno e impulso excepcional de la batuta magistral de Nánási. Impresionante también el célebre solo de violonchelo, a cargo de Rafa? Jezierski, como los bien mantenidos y prologados «Wälse, wälse» de Simon O'Neill o la lírica Canción de la primavera entonada por este mismo tenor. Camilla Nylund, que ya cantó en el Palau de les Arts Salome bajo la dirección de Mehta, lució las razones por las que está considerada actualmente como una Sieglinde de referencia. En medio, entre los dos hermanos y amantes, entre Siegmund y Sieglinde, el imponente Salminen, leyenda wagneriana del último medio siglo. ¿Qué decir de él? Solo cabe aplauso y reconocimiento. Exitazo. ¡Quiera Wotan que Richard Wagner no tenga que esperar otros cinco años para retornar a su italianizada casa en València! Helga Schmidt, Lorin Maazel y Zubin Mehta habitan en este Wagner resucitado.

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