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Éxito, pero no

Éxito, pero no

La Séptima sinfonía de Mahler es uno de los huesos más difíciles de roer del repertorio sinfónico. Para público y para intérpretes. Situada en terreno de nadie -entre la «trágica» Sexta sinfonía y la multitudinaria Sinfonía de los Mil-, la denominada por el propio Mahler como «Canción de la noche» es la sinfonía más experimental, avanzada, innovadora y atrevida. Tanto en su simétrica estructura en cinco movimientos que incluye dos «Nachtmusik», como en su lenguaje ya casi expresionista y en su inédita orquestación que abarca hasta una mandolina y una guitarra, la Séptima preludia y abre las puertas a un futuro que entonces -1908- ya se sentía presente.

Roberto Abbado (Milán, 1954) ha querido afrontar este reto cargado de peligros y referencias excepcionales al frente de la Orquesta de la Comunitat Valenciana, de la que es único director titular tras la sonada salida de Fabio Biondi. El resultado ha sido fallido, incluso decepcionante. Sin embargo, después del triunfal y triunfalista rondó final que corona la sinfonía, disfrutó de un enorme e inapelable éxito, promovido por un público fervoroso y hasta entonces maravillosamente silencioso, que, aunque no alcanzó a llenar el Auditori del Palau de les Arts, respondió como si el que acabara de oficiar la sinfonía hubiese sido el mismísimo apóstol Lorin Maazel. Pero no.

El «éxito» no fue artístico. Tampoco instrumental. Nada tuvo que ver la orquesta escuchada el viernes con el virtuoso conjunto wagneriano disfrutado pocas semanas atrás bajo la dirección de Henrik Nánási. La impecabilidad de entonces ha sido ahora incertidumbre e imprecisión. Desde los primeros compases de la sinfonía, con la fallida y muy deficiente irrupción del «Tenorhorn» ya en el segundo compás, la versión se emborronó con desajustes y pifias instrumentales desacostumbradas en una formación del calibre de la OCV. En la errónea tarde apenas se salvó el trompa solista - Bernat Cifres, sensacional toda la noche- y, en general, su sección, que brilló con énfasis en medio de la discreta actuación. Abbado es un buen maestro. Honorable, competente y de trayectoria avalada por décadas de solvente trabajo. Sin embargo, tales virtudes no bastan para reconstruir un edificio sinfónico de la complejidad y exigencias expresivas de la que es a todas luces la más disonante y armónicamente avanzada de todas las sinfonías de Mahler, fruto del esquizofrénico momento que la ve nacer, en una sociedad que se debatía entre el agonizante romanticismo y la inminente Segunda Escuela de Viena, y que asoma con inusitada evidencia en el dislocado tercer movimiento, el provocador «Scherzo», que debió hacer chirriar la sensibilidad del perplejo público que asistió al estreno en Praga, el 19 de septiembre de 1908, tocada por la Filarmónica Checa bajo la dirección del propio compositor y con nada menos que Alban Berg, Artur Bodanzky, Otto Klemperer y Bruno Walter entre el público. Abbado, tan solvente en el ámbito de la ópera, apenas logró leer y poner medianamente en pie una partitura que no admite más versión que la emanada del misterio, de la angustia y de la incertidumbre, por mucho que el bullanguero rondo final parezca apuntar lo contrario. De ahí que precisamente fuera en esta jubilosa culminación en Do mayor -la sinfonía está en mi menor- donde el talento y oficio de Abbado resplandecieran con mayor claridad. Pero a tan evidente, literal y encorsetada versión le faltó en su conjunto humor, misterio, sabor popular, luz, sombra, magia, intensidad, «nocturnidad» y hasta su puntito de locura.

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