Alfredo Brotons Muñoz E n los grandes teatros de ópera es norma contar, además del reparto principal, con uno de suplentes que puedan paliar cualquier caída del cartel a última hora. Por lo general, se aprovecha para que principiantes con futuro trabajen junto a nombres consagrados sus respectivos papeles, y a veces incluso se les reserva alguna de las últimas funciones a precio rebajado. Otra cosa son los segundos repartos, previstos de antemano si acaso el presupuesto no alcanza para cubrir con figuras todas las funciones o éstas están tan próximas en el tiempo que no permiten el necesario descanso de las voces.

Lógicamente, con los suplentes se suele tener benevolencia crítica, y si surge la sorpresa agradable, pues bienvenida sea: abundan los cantantes de leyenda que obtuvieron su primer gran éxito en una sustitución de urgencia. Los segundos repartos, en cambio, están habitualmente formados por cantantes ya formados por completo, pero que sencillamente no dan más de sí. La noche del estreno de esta producción de Don Carlo procedente de la Bastilla, el barítono Carlos Álvarez (Rodrigo) y la mezzo Nadia Krasteva (Éboli) fueron reemplazados de improviso por Ventsestlau Anastassov y Ana Smirnova. Unidos al tenor Yonghoon Lee, que desde hace dos semanas se anunció que desempeñaría el papel del título en lugar del anunciado Marcello Giordani, y con lo mucho que estos tres papeles tienen que cantar (por separado y juntos) en esta ópera, la impresión que se produjo en muchos pasajes fue la de estar asistiendo a un segundo reparto de un teatro de primera o a un primero de uno de segunda. Sustitutos sin chispa Lee presentó una voz que sólo dejaba de ser hueca en el registro medio-agudo y en dinámica fuerte. Smirnova también destacó por el volumen vocal, pero, con cierto engolamiento y un vibrato por encima de lo aconsejable, en O don fatale recurrió a la demagogia expresiva. Por su parte, Anastassov siempre pareció que, sin tener una materia preciosa, aún le sacaba menos partido del debido de haber tenido técnica suficiente para, entre otras cosas, emitir con más profundidad y desafinar menos.

Sin ser nada del otro mundo, Ángela Marambio encarnó una Elisabetta mucho más completa, y el denso silencio tras el dúo con Don Carlo en I/2 , que quizá condicionó alguna insuficiencia en el clímax de la subsiguiente despedida, le fue justamente compensado en el cuarto acto. Otro Anastassov, este Orlin de nombre, cumplió como Felipe, aunque en Ella giammai m'amò no fue donde dio lo mejor de sí. En cuanto al Inquisidor de Eric Halfvarson, podría decirse que fue mucha guinda para tan poco pastel.

Para terminar con el apartado musical, el coro se mantuvo en su línea de acierto habitual y la orquesta volvió a sonar muy bien. Quién sabe si por estar demasiado preocupada por el ajuste concertante, la dirección de Lorin Maazel, en cambio, sólo se mostró verdaderamente inspirada en los pasajes en que las voces callan y en algún fugaz subrayado (en el trío de la carta, por ejemplo).

Las grandes triunfadoras acabaron por ser la escenografía de Tobias Hoheisel y la dirección escénica de Graham Vick. Marcada la primera por el signo de la Cruz e inevitablemente oscura (estamos hablando de Don Carlo) salvo en la explosión de luz y color del auto de fe, el juego con las luces laterales y cenitales, más la eficacia de los paneles traslúcidos y perpendiculares al fondo para multiplicar los planos, crearon climas plásticos al servicio de la palabra y de la música de un modo adecuado, esto es, sin arrogarse un indebido protagonismo.