Alfredo Brotons Muñoz

A Andrea Lucchesini (Massa e Cozzale, Pistoia, 1965) lo conocimos cuando para los Ensems de 2004 estrenó en España una sonata de Berio junto a obras de Scarlatti y Beethoven. Volvió, a este Palau, con un programa totalmente romántico. En ambas ocasiones estuvo deslumbrante en el respecto técnico y abrasador en el expresivo. Para su tercera visita se ha buscado un compañero de su misma cuerda interpretativa: Mario Brunello (Castelfranco, Veneto, 1960). El éxito fue grande porque fueron muchos más los satisfechos que los insatisfechos entre el escaso público asistente (unos dos tercios de la Rodrigo), pero no había medias tintas en los juicios: o muy a favor o muy en contra.

Lo que pocos discutirán es que en los dos arpegios iniciales de la Fantasía cromática y fuga de Bach arreglada por Busoni los armónicos en el registro grave del violonchelo solo sonaron feos. Luego en esa obra se fue mejorando según la opinión de aquellos a los que gustó desde el principio o bien se fueron acostumbrando al timbre extraordinariamente agresivo, bronco en ocasiones, que Brunello arrancaba de su Maggini (siglo XVII).

Donde seguramente costó más justificar este particular enfoque de en qué consiste hacer música fue en la Primera sonata de Brahms. En el movimiento inicial, un color tan oscuro en las cuerdas, además junto a un piano no menos ominoso, oprimió el discurrir de los dos primeros temas de un modo que no dejaba margen al más mínimo vuelo melódico, y el tercero, donde se esperaba la luz del día, apenas abrió un claro entre las nubes. La transición del recitativo a un tono más cantable se quebró en el clímax del desarrollo, que resultó impresionante. La intención de la entrada en la recapitulación fue muy plácida, pero para cumplirla habría sido menester un piano más cristalino. La sección exterior del Allegretto fue más saltarina en su repetición, y en el Trío el abuso del rubato impidió que sonara vienés y provocó ciertas incoherencias dinámicas y agógicas. El final quedó definido por los dos trallazos, primero del piano, luego del violonchelo, con que arrancó.

Como era de esperar, las páginas reservadas para la segunda parte resultaron mucho más propicias a este planteamiento. Pohádka porque tocar a Janacek es lo más parecido que se conoce a hablar (y gruñir, suspirar, reír o llorar) sin palabras. La Sonata de Rachmaninov porque este es un condimento en el que muchas veces sobra el azúcar pero nunca el fuego. La danza macabra en que se convirtió el Scherzo y la arrebatada canción que se entonó en el Andante cabe calificarlas de auténtica referencia.