Lo más opuesto a un futbolista es un ex futbolista. No se parecen casi nada. El jugador en activo suele ser egoísta, taciturno, huidizo... Hay excepciones célebres. Ahí está el gaditano Joaquín, dicharachero, simpático, con «una grasia que no se pue aguantá». Pero la gran mayoría son recelosos con todo aquel que no forme parte de su entorno próximo, que suele ser muy selecto: la mujer, novia, o pareja; la otra —si la hay, que suele—; el representante, a veces, no siempre; un par de amigos de la infancia y algún confidente de la prensa. Al resto de la humanidad, el jugador de futbol la contempla como un enemigo real o en potencia. Es comprensible: Con veintitantos años, los bolsillos llenos, y a penas una formación básica, la mayoría de las veces abandonada, estos tiernos infantes, con la cabeza todavía debajo del brazo, se creen los amos de un mundo que les debe reverencia. Y se vuelven codiciosos y egocéntricos, tanto dentro como fuera del campo. Sobre el terreno de juego, tienden a acaparar el balón y hacer la guerra por su cuenta. Los grandes equipos son los que logran reducir al máximo ese individualismo y ponerlo al servicio del colectivo. Una de las razones de ser de los entrenadores es la de limar los personalismos para engranarlos en la maquinaria del equipo. Sin su presencia, cada jugador acabaría haciendo la guerra por su cuenta.

A lo largo de mis ya demasiados años de oficio, he tenido una relación personal con media docena de jugadores, a lo mucho. Con el resto, el trato ha sido el puramente profesional e incluso distante. Y en algunos casos, ni eso. En cambio, entre mis mejores amigos se encuentran futbolistas retirados, alguno, desgraciadamente, ya desaparecido —¡ay Pasiego, cómo se te echa en falta!—. Sin embargo, con varios de ellos, estando en activo, apenas cruzaba palabra.

Colgadas las botas, el futbolista se transmuta. Baja de la nube en la que ha vivido, aterriza en la realidad y se vuelve persona a la fuerza. Les ocurre como a los soldados que, tras largos años en el frente, regresan a la vida civil y no encuentran su sitio. El futbolista ex combatiente suele recurrir a una salida muy digna, pero muy complicada: hacerse entrenador. Y entonces exige a sus discípulos lo que tanto le exacerbaba cuando jugaba: disciplina, esfuerzo, generosidad, vida sana...

Ahí esta Lubo Penev, ave nocturna en su época , reconvertido ahora en estricto vigilante de sus jugadores. Él, que fue capaz de abandonar una concentración en el Parador de El Saler para irse a Valencia a sacar a pasear al perro por la mismísima Avda. de Aragón... Claro que contaba con un argumento irrefutable: sus goles. Un aval que no todos poseen.