Qué ironía. Moacyr Barbosa fue nombrado mejor portero del mundial que lo enterró en vida. La historia del Brasil-Uruguay del 16 de julio de 1950 es conocida. Maracaná estaba lleno a reventar con 200.000 espectadores eufóricos, preparados para festejar el primer mundial de Brasil. Faltaban 11 minutos para el final. Scchiafino había igualado el marcador para los charrúas tras el gol inicial brasileño, obra de Friaça. El empate, no obstante, por el sistema de liguilla del torneo, valía para que Brasil conquistara la gloria. Entonces llegó el disparo cruzado, casi sin ángulo, de Álcides Ghiggia. Barbosa llegó a la pelota y orientó la palma de su mano para desviar el despeje por encima del larguero. El primer goleiro negro de la selección brasileña era un cancerbero experto, muy seguro de sí mismo. Durante décimas de segundo creyó que había conseguido su propósito. Pero el silencio que invadió todo el estadio y la carrera alocada de todos los jugadores uruguayos buscando el abrazo con Ghiggia, obligaron a Barbosa a girar bruscamente su mirada hacia la portería. Cayó desplomado en el suelo cuando vio la pelota alojada en la red. 1-2. Uruguay era campeona del mundo.

Jules Rimmet no pudo leer el discurso que tenía preparado para glosar el excelso fútbol brasileño. Los jugadores uruguayos, temerosos de represalias por parte de la fanática torcida, esperaron seis horas en el vestuario antes de partir hacia su hotel. Cuando salieron de Maracaná no encontraron ira. Todo era llanto. La noche del 16 de julio de 1950 en Rio de Janeiro hubo lágrimas y suicidios. El capitán uruguayo, Obdulio Varela, «El Negro Jefe», el primer tipo (y temo que el único) que se negó en este deporte a ensuciar con un patrocinador una camiseta, la suya del Peñarol con el 5 a la espalda, huyó de los oportunistas abrazos de los políticos uruguayos y callejeó Rio de Janeiro en busca de una copita tranquila. Varela, que con sus dotes de mando había enrabietado a Uruguay en busca de la remontada, acabó compartiendo la pena de los hinchas brasileños, llorando, borracho perdido, pidiéndoles perdón por su «afrenta».

Los siniestros intereses que rodean al fútbol desencantaron muy pronto a Varela, que cuando se retiró huyó de los flashes y la celebridad. Varela murió como nació, en la miseria. Lo mismo que Moacyr Barbosa. Brasil centró en el guardameta toda su frustración por la conmoción sufrida aquel 16J. Barbosa quedó condenado de por vida a la marginación, al desprecio y al más cobarde de los silencios. Como cuando de joven un barbero de Sao Paulo le dijo que no podía afeitar a negros. Después del Maracanazo, si algún hincha lo reconocía por la calle, lo exponía a la humillación: «Mira, ése es el hombre que hizo llorar a Brasil», decían los padres a sus hijos, señalando al viejo Moacyr. En 1993, una cadena de televisión quiso rescatarlo del olvido y le propuso visitar a la selección brasileña que preparaba su participación en el mundial de EEUU. Mario «Lobo» Zagallo, ayudante de Carlos Alberto Parreira, no le dejó pasar, para que no contagiara a la selección de su mala suerte.

Ya anciano, Barbosa se gastó cada céntimo de los 85 dólares que recibía cada mes como pensión en intentar curar a su enferma esposa Clotilde, su consuelo, la única persona que siempre estuvo a su lado. Clotilde murió en 1997. Moacyr sólo aguantó sin ella tres años. El 7 de abril de 2.000, a los 79 años de edad, casi en la indigencia, Moacyr Barbosa murió «por segunda vez», en palabras del escritor mexicano Juan Villoro. No más de veinte personas acudieron a su entierro. Alguien colocó sobre el féretro la bandera del modesto Ypiranga, su primer equipo. La literatura futbolera, con autores como Villoro, Eduardo Galeano, Enric González, Darwin Pastorin y otros memoriosos, ha reparado con sus relatos la ingratitud con la que el fútbol, diminuta metáfora de la vida, castigó a personajes tan honestos y tan desdichados como Barbosa y Varela.

A los eternos vencidos siempre les quedará la justicia poética.