Si te has tragado entero un Sudáfrica-México, es que ha empezado el Mundial. Contemplar ese anticlímax es la concesión futbolística equivalente a soportar estoicamente las pruebas de gimnasia y de salto de trampolín en unos Juegos Olímpicos. Sólo hay un grado superior de depravación deportiva, asistir a una competición de golf.

El fútbol sudafricano, ese gran desconocido. El olvido parece una injusticia, hasta que ves un partido de los discípulos de Carlos Alberto Parreira. Su estrella Pienaar lleva una segunda camiseta por debajo de la oficial, con la leyenda «Dios es grande». Sin embargo, la inmensidad divina limita con la posibilidad de comentar el fútbol de Sudáfrica sin estallar en carcajadas.

Se diría que aprendían a jugar sobre la marcha, con notable aprovechamiento. Pese a ello igualaron a México, pero siempre cuesta más ensañarse con un país de la fraternidad latinoamericana.

La única emoción subyacente en el Sudáfrica-México eran los ecos de la devastadora derrota de Rafael Nadal en Queen´s, no parecía el mismo jugador ni el mismo deporte que en Roland Garros.

Hasta la reforma laboral resulta más apasionante que la verbena inaugural del Mundial. El anfitrión estaba condenado a acabar Victus y sigue Invictus, aunque no por mucho tiempo.

Ya que hablamos de tenis, el dicharachero Javier Aguirre se había engalanado para los palcos de Wimbledon. Desperdició la superioridad abrumadora de su equipo, un derroche al que se habituó en el banquillo del Atlético de Madrid. Cuando las declaraciones de un entrenador son más interesantes que el juego de su equipo, la ganancia de los periodistas implica la perdición de la afición.

El gol de Rafa Márquez significó la salvación de México pero también la condenación de esa selección, si ha de recurrir al central para desembarazarse de su rival menos comprometido.

Llegados al rincón de la erudición, el defensa barcelonista fue convocado por error por Milutinovic, que lo confundió con otro Márquez. Aquella antigua confusión sostiene hoy a los mexicanos en el Mundial.

En fin, el megalómano Lula Da Silva anunció una final Brasil-Sudáfrica, sólo porque le permitiría golear históricamente a Mandela y proclamarse su sucesor en la lista de celebridades con un corazón de oro.