Final del Mundial de 1950 entre Brasil y Uruguay. Doscientos mil espectadores en el estadio Maracaná. A Brasil le basta con el empate pero, a once minutos del final del partido, el uruguayo Ghigghia marca el gol de la victoria de Uruguay. Lo imposible había sucedido. Ghigghia resumió así lo que vivió en aquella final: "Sólo tres personas han podido enmudecer Maracaná: Frank Sinatra, el papa y yo". El jugador uruguayo tuvo suerte de ganar el Mundial en la cara de doscientos mil brasileños. Si Ghigghia jugara con Uruguay el Mundial de Sudáfrica, ni un gol en la final ante Sudáfrica a once minutos del final podría hacer callar las vuvuzelas.

Las vuvuzelas son esas trompetas largas de plástico cuyo sonido es lo que se escucha por encima de las voces de los comentaristas en todos los partidos de este Mundial. Nada ni nadie puede con ellas. No pudo el soporífero Uruguay-Francia, que terminó con un triste 0-0. Uruguay es poco más que Forlán, mientras que Francia es una selección compuesta por veteranos en su último gran torneo y jugadores (Gourcuff, Ribery, Anelka) tan sobrevalorados como las canciones del grupo "Mecano". Tampoco pudo con las vuvuzelas la impotencia de la selección griega, que sigue sin meter un gol en un Mundial. Y tampoco pudo con el zumbido de las trompetas sudafricanas el gol de Heinze para Argentina, que llegó tan pronto que despertó a Argentina de su locura atacante para devolver a la selección de Maradona a la mediocridad especulativa. Pobre Messi, atrapado en un equipo que confía más en el ser argentino que en el deber ser de un grupo extraordinario de jugadores.

"¿Por qué no le dan más el balón a Messi?", suplicaba Carlos Martínez, el comentarista de Canal +. Pues porque no. Argentina tiene la esperanza de ganar este Mundial, pero es una esperanza triste porque es una esperanza que va unida al miedo. Miedo a dar rienda suelta al talento de Messi. Miedo a atacar, atacar y atacar con todas las fuerzas albicelestes, que son muchas. Miedo a saltarse el guión. Esos miedos no pudieron con las vuvuzelas, pero sí pudieron con la selección de Nigeria, tan fuerte en el terreno de juego como ingenua en el área rival. La esperanza miedosa de Argentina (Di María fue una de sus víctimas más señaladas) fue suficiente para sumar tres puntos ante Nigeria, y es probable que sirva para quedar primera de su grupo. Pero, para desgracia de Argentina, el Mundial continúa más allá de la fase de grupos.

Gol de Heinze (¡Heinze!) y a no correr, salvo que Messi baje al centro del campo para no aburrirse y lance una de esas diagonales que ponen los pelos de punta a los rivales y a Maradona, siempre más interesado en que el partido no se descontrole que en la felicidad de los espectadores. La selección argentina es muy poco budista, porque piensa que puede obtener la luz de la victoria por el simple método de destruir la oscuridad. Y no es así. Traed una luz y la oscuridad dejará de existir, dice la sentencia budista. Traed a Messi y la oscuridad desaparecerá. Las vuvuzelas sudafricanas gritaban el nombre de Messi, pero cuando la luz del jugador argentino aparecía también lo hacía la mano salvadora de Enyeama, el portero nigeriano. Argentina se empeñaba en destruir la oscuridad a fuerza de que no pasara nada, Messi chocaba con el ser de su selección y con Enyeama, los nigerianos se peleaban con el gol y, mientras tanto, las vuvuzelas seguían sonando.

Nunca nadie construyó una cornisa que no se apoyara en muro, decía el filósofo Epicteto, y ningún portero se pone donde no hay puerta. Hasta que llegó Maradona y armó un equipo con una cornisa que no se apoya en un muro y un portero que intenta buscarse la vida en un sistema táctico sin puertas. Pero las vuvuzelas pueden con Frank Sinatra, con el papa, con Ghigghia y con una selección argentina que, de momento, obtiene luz sin encender las luces de sus jugadores.