Liverpool, nombre casi sagrado en la «Premier» ha tenido dueños estadounidenses, Hicks y Gillet, quienes, según Rafa Benítez, no tienen idea de fútbol. Entraron en el negocio como pudieron haberlo hecho en una acería. Ahora, han vendido el club al consorcio New England Sports Ventures, dueños de la Boston Red Sox de la Major League Basseball. Los ricos árabes y rusos son más de fiar. Al menos no están contaminados por deportes de ejército de ocupación. Cuando el fútbol español aceptó la publicidad en las camisetas hubo tormentas en los clubes. A Luis de Carlos, por ejemplo, le silbaron en el Bernabéu cuando el Madrid lució las tres bandas. La publicidad se consideraba ofensa a la identidad del club. Se llegó a decir que ningún socio pediría que lo enterrasen con una zamarra porque iba a llevar publicidad. Sigue preocupándome que pudieran adornarme para el último traslado con una camiseta que pusiera Viajes Halcón.

Tras la publicidad llegaron los grandes negocios. Ya no sabemos cuáles son nuestros colores porque todas las temporadas los cambian. Antes, la Liga tenía cuatro colores fundamentales, poca variación comparada con otros países, y ahora hasta vemos que el Madrid, siempre llamado blanco hay días que viste de catafalco y oro.Los cambios han ido a más y con las sociedades anónimas los clubes cambian de dueños. La globalización ha traído nuevos nombres a los estadios. Por unos millones se vende la tradición. En Inglaterra, país tan tradicional en lo futbolístico, y en otros muchos aspectos también, ya puso en manos de ricos foráneos clubes como Chelsea y Manchester City.

En España, los caballos blancos han sido pocos. La mayoría llegó por el santo y la limosna. Los grandes especuladores han tenido ideas tan peculiares como cambiar estadio viejo por uno nuevo y distinto emplazamiento para poder levantar viviendas alrededor.El antañón campo de Pamplona se llama ahora Reyno de Navarra lo que fue excusa para dar dineros a Osasuna. El recinto mallorquín ya tiene un segundo nombre publicitario. En Málaga ha aterrizado un jeque árabe que, en teoría quiere emular al ruso Roman Abramovich y a sus compatriotas que han puesto dineros en el City. El fútbol español lo componen, en su mayoría, sociedades anónimas, y no es frecuente el caso malagueño.

El Valencia podría acabar su nuevo Mestalla si, como sucede en Inglaterra y nadie se mesa los cabellos, pudiera llamarse de otro modo. Desgraciadamente, no hay compañía multinacional que se preste a ello. Si tal sucediera, me imagino las lágrimas de muchos bienpensantes que considerarían una ofensa leer en la entrada del coliseo el nombre de una empresa japonesa o de un jeque árabe a quien llamáramos Ben, que es lo correcto, para que casara con Benicalap, Beniparrell, Benicarlo, Benimodo o Benidorm, en lugar de Bin que para Laden han impuesto los ingleses en la prensa nacional.

El caso del Liverpool no es extraño. Las cuentas presentan cada año aumento considerable en números rojos. Los dineros, la falta de los mismos, no obligan a aceptar pérdidas de identidad tradicional. Siempre será menos traumático caer en manos de un extraño que morir por inanición.