Umberto Eco odia el fútbol y, sobre todo, odia a los aficionados al fútbol, esos tipos que visten prendas estrafalarias con los colores de su equipo, veneran a los futbolistas como si fueran capaces de hacer milagros, apuestan sueldos ganados con el sudor de su frente en el resultado de un partido y coleccionan todo tipo de recuerdos absurdos. Me parece que Eco exagera. Las bufandas con los colores del Atlético de Madrid o del Deportivo de La Coruña no me parecen más estrafalarias que algunos diseños de Jean Paul Gaultier, por ejemplo. Algunos futbolistas han hecho milagros, como Maradona con el Nápoles. Las apuestas de los futboleros no suelen ir mucho más allá de la entrañable quiniela. Y guardar una brizna de hierba del Camp Nou o una camiseta utilizada por Zidane no es muy diferente de mantener vivo en el fondo de un cajón un poema nervioso escrito en la adolescencia.

Eco reconoce que odia a los aficionados al fútbol como un racista odia a los inmigrantes cuando dice: «Yo no soy racista, siempre que ellos se queden en sus países». ¿Y dónde están los aficionados al fútbol? En los bares y en los estadios. A Eco le trae al fresco lo que hagamos, digamos, pensemos o soñemos los futboleros en los bares o en los estadios, porque le basta con no ir a ciertos bares y no pisar ningún campo de fútbol para no encontrase con nosotros. Pues vale. Lo entiendo. Yo también evito los bares taurinos y doy un rodeo para no escuchar el inquietante run-run que envuelve una plaza de toros en una tarde de corrida. Pero creo que Eco no tiene en cuenta un nuevo lugar donde los futboleros se reúnen para hablar (es un decir) de fútbol: internet. Y lo que un futbolero hace, dice, piensa o sueña en el bar o en la grada no es nada en comparación con lo que hace, dice, piensa o sueña uno de esos aficionados chiflados que utilizan los foros virtuales futboleros o los comentarios a las noticias de fútbol publicadas en la red para sacar a pasear su odio a los otros. El fútbol no es la caricatura que dibuja Eco, y tampoco la amalgama de insultos, odio, mala baba y pésima educación que supuran los comentarios de los supuestos aficionados que se asoman a internet para hacer del fútbol una continuación de la guerra por otros medios.

Los futboleros que creen que el resultado de su equipo cada fin de semana es el punto de apoyo que mueve el mundo no deben olvidar que el fútbol, como todo en esta vida, no es más que sombras y ceniza. Los trilobites, que llenaban los mares ordovícicos, reinaron a lo largo de trescientos millones de años, el doble que los dinosaurios. Los seres humanos llevamos en la Tierra el 0,5 por ciento del tiempo que vivieron los trilobites. Y el fútbol, prácticamente nada. A diferencia de una corrida de toros, en un partido de fútbol no tiene por qué morir nadie, ni tiene por qué haber sangre, ni gritos ante la tortura y agonía de un ser vivo. El fútbol tampoco es un espectáculo de gladiadores, ni una guerra con tacos de aluminio, ni una metáfora de la política, ni una religión, ni un sustituto del pene. El fútbol es un juego que debería conseguir que antifutboleros como Umberto Eco se animaran a tomar una cerveza en un bar un domingo por la tarde, visitaran de vez en cuando un estadio y, sobre todo, pudieran navegar por internet sin miedo a ser tocados y hundidos por el odio futbolístico. Con suerte, dentro de millones de años el fútbol será un fósil de trilobites. No olvidemos que todo es sombra y ceniza. Tengamos los bares, los estadios e internet en paz.