Nunca un —medio— minuto de silencio fue tan escaso. Jamás, un acto de homenaje, fue tan mezquino. Como ya le ocurriera en vida, también la otra noche, en el momento de las honras fúnebres, la grada de Mestalla volvió a ser terriblemente injusta con don Arturo. Que nadie venga ahora con esa monserga reaccionaria de que «quien paga, manda». O esa otra tan cobarde de que «el público siempre tiene razón». La verdad no tiene precio. Y las masas suelen ser irracionales. Tuzón no merecía esta despedida tan pírrica. Un brote de aplausos abortó treinta segundos escasos de silencio. Un momento solemne se convirtió en una chapuza. Parecía que el personal estaba ansioso por asistir a un partido que resultó deprimente. En el pecado llevó la penitencia. Y ni siquiera los futbolistas, tan proclives a los gestos melodramáticos, tuvieron el detalle de mirar al cielo y dedicarle el gol. Pasando.